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Durante las últimas décadas, Colombia hizo un ejercicio imperfecto de consolidación y sostenibilidad fiscal. La Ley 358 de 1997, de semáforos, y otras que ayudaron al ajuste de las cuentas subnacionales; la Ley 819 y la creación del Marco Fiscal de Mediano Plazo; y la Ley 1473 de 2011 y 2155 de 2021 sobre la Regla Fiscal y el Comité Autónomo (Carf), fueron algunos de los elementos institucionales que buscaban guiarnos por un camino sostenible en materia de finanzas públicas.
No obstante, pese a toda esa institucionalidad creada, la política fiscal no se consolidó como si lo hizo la monetaria. En este último caso, hoy hay un consenso técnico y ciudadano (no tanto político) sobre la importancia de la independencia del Banco de la República, y este ha logrado mantener una inflación baja y estable, cerca de la meta de 3% (con excepción de algunos periodos).
En cambio, las finanzas públicas no lograron mantener un curso sostenible en las décadas anteriores, algo que no ha sido exclusivo de Colombia. Como en muchas regiones, la política fiscal ha sido el resultado de las tensiones entre las necesidades de bienes públicos de la población, los intereses políticos y el debate por el incremento de la recaudación. La consecuencia ha sido que cada vez hay un mayor número de países con dificultad para hacer los ajustes que se requieren.
En el caso colombiano, aunque la política fiscal sirvió como instrumento contracíclico para enfrentar la crisis internacional de 2008-2009 y la pandemia del Covid-19, esta no logró consolidar una senda de déficit sostenible de mediano plazo (aunque hubo años “buenos” en medio de la bonanza petrolera). Al contrario, dicho déficit se fue agravando recientemente, llevando a la suspensión de la Regla Fiscal, anunciada hace unas semanas sin argumentos atípicos o de extraordinariedad para explicarla, un paso hacia atrás en lo ganado en décadas anteriores.
Las razones del elevado déficit fiscal que llevaron a dicha suspensión las abordaré en escritos futuros, ahora me concentraré en una de las principales consecuencias: los menores niveles de inversión.
Toda la institucionalidad que ya mencioné se crea para que los inversionistas locales y extranjeros tengan confianza en que el país tiene un marco serio y honrará todas sus obligaciones. Lo actuado recientemente envía el mensaje opuesto. En efecto, la suspensión de la regla fiscal envía señales de desorden e inestabilidad de reglas de juego a quien invierte, que preferirá no traer su dinero en el corto plazo. Esa caída en la inversión afectaría el crecimiento económico y, por esa vía, la generación de nuevo empleo formal, afectando a todos los colombianos.
Los contradictores dirán que, al contrario, el país está creciendo y el desempleo está en mínimos de casi una década. No obstante, ese crecimiento es empujado por fuentes de consumo temporal y genera empleos informales, lo que se evidencia en que justamente las cifras que no suben son las de recaudación tributaria, agravando el problema fiscal.
Por ello, hay que ser claros: el presupuesto del país en desorden no es un tecnicismo, sino un problema de todos los ciudadanos, pues impide la financiación de bienes públicos que necesita la población y genera expectativas de un ajuste drástico en el futuro. El debate nacional debería buscar un consenso sobre la importancia de ejecutar un plan rápido que ponga la casa en orden.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente