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En 2017 Colombia nos acogió con calor, color y cariño en el III Congreso de Editores, entonces escribí un artículo a Gabo que me gusta evocar en vísperas de nuestro ya VIII Congreso
(Con Motivo del Congreso del III Congreso de Editores de Medios Europa-América Latina Caribe)
Querido Gabo:
Yo ya sé que tú sabes que “con los gallegos ya se sabe que nunca se sabe”. Quizás por eso sólo especulemos con Colombia, con sus mitos, enhebrando tópicos, y acudiendo a la palabra escrita de una saga, los Buendía, para creer que creemos lo increíble.
Hoy puede ser un martes de lluvias o de mercado de bagatelas. El río de la vida seguirá discurriendo como la Historia, con sus barcos de la Compañía Fluvial del Caribe, aspeando aguas arriba o abajo entre ataques terroristas o cóleras puntualmente coreanas norteñas, guerras virtuales que atoran la evolución de la realidad - entendida ésta como vida cotidiana de los humildes, la mayoría silenciosa y hambrienta, y de los poderosos, la minoría dominante-. Somos tantos, y en verdad nos conocemos tan poco, que vivimos en la apariencia de la posverdad, crédulos de las mentiras, víctimas de la emotividad cautivante de creencias pasajeras, casi inasibles. Esa es nuestra realidad mágica, mal descrita, una repetición histórica casi vulgar y bailable.
Te cuento que seguimos sin descubrir los privilegios de la simplicidad, de las pequeñas cosas esenciales, inmersos como estamos en la conquista -menuda palabra- de cosas con las que comprar otras cosas y en el olvido de los seres en cuyos ojos nos reflejamos, no siempre buscando la comprensión y el amor, lo que sería humano, sino más frecuentemente la admiración que satisfaga nuestros egos individuales o la búsqueda de nuestro reconocimiento como colectivo particular -étnico, geográfico o cultural-.
No estoy de acuerdo contigo en aquello de que cada colombiano es su peor enemigo, pues ese privilegio corresponde a todos los humanos. En un mundo virtual selvático, vivimos atrincherados entre nuestras propias fronteras psicológicas, físicas o culturales, padeciendo los males de una incultura generalizada, cuyos síntomas determinan la envidia, la desconfianza y el orgullo. Y, además de víctimas de deficientes sistemas educativos, de una Historia contada por vencedores, lo somos también de enemigos irreconocibles, poderes económicos, políticos, hackers y asimilados, capaces de superar fronteras, de allanar culturas con la facilidad de los vientos y la voracidad de los huracanes.
Por eso, querido Gabriel, admirado García Márquez, hemos llegado hasta Bogotá, la Atenas sudamericana, buscando el sosiego y la reflexión pausada entre la historia de este gran país, que es la nuestra, la de cuantos formamos parte de la América Latina, sin traumas ni complejos, con el entendimiento sereno de estar en casa, de no ser extraños en esta sociedad. Entre hermosos paisajes geográficos y humanos, vamos a poder desenvolvernos en esta ágora, utilizando el mayor tesoro que nos han legado nuestros antepasados: una lengua común, con la que compartir culturas y tradiciones ricas en sus matices y evoluciones, enfriados ya rencores de conquistas e independencias.
Queremos querernos y nos querremos. Es la parte emocional de unos trabajos que, más allá de intuiciones geniales, son posibles. Nos convocan para la puesta en común leal e informada de líderes de opinión de todo el mundo, cuya aportación intelectual es tan necesaria. Queremos sabernos en las verdades; disipar requebrantes titubeos, propios de dudadores profesionales, como buenos comunicadores que somos; desechar errores. Queremos hacerlo cara a cara, exponiendo con libertad opiniones, críticas, aportaciones, en el consenso y en la discrepancia, tratando de hallar entre tantas experiencias diversas el orden discordante de las cosas, en una conversación reveladora, buscando luz entre tanta tiniebla, entre tanta conversación desperdigada, como tú bien dirías, estimado Gabo.
Pese a todo, vivimos una bella aventura humana. Lastimados de afectos diarios vemos crecer a nuestros hijos en un mundo de posibilidades tecnológicas casi ilimitadas, de avances en la salud, estremecidos por presagios de nuevos descubrimientos que nos permitirán vivir más años en teóricas mejores condiciones; lo que también habrá de presuponer nuevos y delirantes peligros como crisis demográficas, cambios medio ambientales y conflictos armados. Hemos de ser conscientes de las posibilidades y de los riesgos, y tratar de caminar por la senda más acertada. ¿Cómo hacer que esas ventajas alcancen a la mayoría? ¿Cómo mandar recado de tantas posibilidades? ¿Como contribuir al bienestar de los más desfavorecidos?
Tenías razón cuando en “Botella al mar para el dios de las palabras”, extraído de “La Jornada”, México, 8 de abril de 1997, decías que “la humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio”. Incluso, añado, en este mundo hiperconectado.
Quizás, entre tanto avance tecnológico, como relatas de Primo Guerrero en Vivir para contarla, “con una flexibilidad ética que quizás hasta Dios nos la pueda perdonar”, seamos capaces de mantener “la protesta viva en la prensa a puro pulso de telegramas”. Protestar es demandar un mundo mejor para todos, y ese es un cometido esencial de esta profesión, el oficio más bello del mundo, que tú, querido Gabo, tan ejemplar y brillantemente has ejercido. El soporte, aunque condicionante, será lo de menos o lo de más. Estamos ante la oportunidad de comunicarnos mejor y de hacerlo en base a nuestro particular código deontológico.
Yo, gallego, sé lo que sé y, como tú tan bien has dicho, con los gallegos ya se sabe que nunca se sabe.
Mi recado, admirado Maestro, queda escrito.
Alberto Barciela
Compostela, 28 de septiembre de 2017