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Analistas 03/12/2025

Aumento sin brújula

Gabriel Velasco
Senador

La discusión del salario mínimo para 2026 volvió a instalarse en un terreno que ya parece costumbre: el de la política corta y la ansiedad de diciembre. La negociación -que debería ser un ejercicio de confianza institucional- está atrapada en anuncios anticipados, presiones públicas y tensiones que erosionan la concertación. Cuando las reglas se vuelven maleables, la economía pierde las anclas que sostienen la inversión y la estabilidad.

Colombia discute el salario mínimo como si fuera un pulso entre “ganadores” y “perdedores”, pero es, en esencia, una señal de cómo el país toma decisiones económicas. Y este año, con Fenalco por fuera y con posturas que arrancan en 10% o más, el riesgo no es solo que el Gobierno termine fijando el aumento por decreto: es que la negociación pierda credibilidad. Un salario mínimo convertido en acto de voluntad política -y no en una decisión anclada en productividad, inflación y sostenibilidad- debilita la confianza en todo el sistema.

El segundo problema es que la mesa discute el salario de quienes ya están dentro del mercado formal, pero ignora a quienes están por fuera. Más del 55% de los trabajadores no gana un salario mínimo ni cotiza seguridad social. Sin embargo, sí puede pagar la cuenta. Un ajuste demasiado alto puede traducirse en menos oportunidades para jóvenes, mujeres y trabajadores con menor cualificación. Cuando subir el piso laboral encarece la contratación inicial, los primeros excluidos son quienes intentan entrar al mercado.

Tampoco se analiza con seriedad el efecto sobre las empresas que sostienen el aparato productivo. En Colombia, el 98% de las unidades empresariales son pymes con márgenes estrechos. Un aumento fuerte del mínimo no golpea solo al empleador: impacta la “casa común” donde convergen trabajadores, proveedores y clientes. Cada punto adicional puede obligar a recortar inversión, aplazar ampliaciones, suspender capacitación o congelar contrataciones. Si la empresa pierde equilibrio, la sociedad entera lo siente. El relato de que subir el mínimo solo “le duele al empresario” desconoce la naturaleza sistémica del empleo formal.

A esto se suma una factura silenciosa: la del Estado. El salario mínimo indexa multas, aportes, subsidios, programas sociales y beneficios pensionales. También altera el costo futuro de reformas que el Gobierno dice necesitar. En un contexto de déficit alto, recaudo débil y tasas elevadas, un aumento desbordado tensiona la sostenibilidad fiscal. Cuando el Estado se encarece, la inversión pública se reduce y la economía pierde impulso.

Finalmente, el debate sigue incompleto porque no se habla de productividad. Subir el salario sin acompañarlo de mejoras reales en infraestructura, simplificación regulatoria, costos no salariales, educación técnica y transición tecnológica es empujar un carro cuesta arriba con las ruedas frenadas. Ninguna economía puede permitirse que el precio del trabajo crezca más rápido que la capacidad de generar valor.

Un aumento responsable requiere reglas claras, instituciones fuertes y decisiones técnicas. Si volvemos a usar el salario mínimo como atajo para resolver lo que no se construyó durante el año, el efecto no será justicia social, sino menos empleo, más informalidad y menor capacidad de crecer.

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