A pesar de las docenas de misiones, comisiones y equipos de expertos que se convocan cada año para analizar y proponer sobre el sistema tributario colombiano, hasta ahora nunca se ha modernizado ni abordado el epicentro del problema, que es el obsoleto Estatuto Tributario, ni se ha logrado pactar una reforma tributaria estructural que solucione por varios años el calvario impositivo local, que es, a su vez, una colcha de retazos y un ejemplo fehaciente de inseguridad jurídica.
El sistema político colombiano saca pecho de la coherencia macroeconómica que ha tenido el país durante los últimos 50 años, representado en la ortodoxia monetaria y preparación de sus ministros de economía, pero no profundiza en la debilidad del esquema tributario.
A los políticos -léase representantes y senadores- no les interesa que Colombia tenga un sistema de impuestos bien estructurado que garantice seguridad tributaria, progresividad, solidaridad y equidad, que interprete la realidad de las ciudades, los departamentos y cada uno de los sectores económicos. Colombia es un país que ronda los 52 millones de habitantes, con una población económicamente activa de 24 millones, unas 14 millones de familias que no cuentan con una cultura tributaria, y unas cifras muy pobres de pago de impuestos, que no llega a 3% del PIB.
Solo unas seis millones de personas declaran renta y el grueso de los grandes contribuyentes corporativos no pasa de 200 empresas. En Colombia se ha presentado una reforma tributaria cada año y medio en promedio durante los últimos 30 años, y ninguna ha logrado solucionar el problema de financiación del Gobierno de turno; las reformas son un momento de negocios de senadores y representantes, y el único momento de brillo de los lobbistas, quienes se suman a los políticos para disfrutar sus roles y funciones para ponerles más impuestos a los contribuyentes.
Las tributarias son un negocio perverso porque se basan zanahoria y garrote, tal como ha sucedido con la segunda de la administración Petro. Por un lado, dice el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, “el principal estímulo para la reactivación económica es el compromiso del Gobierno de flexibilizar la tasa nominal del impuesto de renta corporativo, bajándolo de 35% hasta 27%, para el caso de las microempresas. Habrá una gradualidad; una diferenciación entre micro, medianas y grandes empresas para este proceso (...) se aplica para todos los sectores empresariales, con excepción de petróleo y carbón, los cuales continuarán bajo las actuales condiciones de 35% y postulados particulares”.
Pero por otro lado, busca que la tarifa para las personas naturales residentes y asignaciones y donaciones modales, pase de 39% a 41%. El Gobierno gravará una porción de los ingresos con una tarifa menor y otra fracción con una mayor.
Es decir, perseguir a los que tienen algún tipo de éxito económico. Una suerte de socializar las pérdidas (del Estado) y repartir utilidades (de los privados). Los más interesados en la presente reforma tributaria son los mismos congresistas, quienes ya empiezan a hacer fila para ser ponentes y para que los lobbistas les caigan con sus propuestas, justamente un año antes de las campañas al Congreso.
Quizá en algún momento en el futuro llegará un Gobierno y un ministro de Hacienda que se den el lapo y estructuren bien el sistema tributario colombiano, sin chantajes, sin negocios, de cara a las nuevas generaciones.