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Las ciudades colombianas viven su peor momento de invasión del espacio público por distintos actores que se lo han tomado para convertirlo en un gran centro comercial.
Nada más redundante que plantear que el espacio público es de todos, es de Perogrullo, solo que hay algunos usuarios que le sacan partido y hacen negocios con esa realidad. Es un hecho elocuente que de una población económicamente activa de unos 22 millones de colombianos, casi 300.000 mensuales han perdido su trabajo formal durante los últimos seis meses y que una buena parte de ellos engrosan los toldos de la informalidad que ronda 48%. El problema en este momento no es el repunte de los empleos sin seguridad social, fenómeno de poca atención en Colombia, sino que el desempleo en las 13 principales áreas urbanas llega a 11,1%, como consecuencia de la diáspora de venezolanos que cada día llegan en masa a todas las ciudades. El segundo factor que tiene el desempleo por las nubes es que las empresas aún no han desarrollado nuevos proyectos productivos consecuencia de la reducción de su carga tributaria, situación a la que se suma un tercer aspecto y es que la economía en el primer trimestre del año solo creció 2,8% cuando se esperaba que superara 3%. Estos tres aspectos deben empezar a cambiar bien entrado el segundo semestre.
La nueva gran preocupación metropolitana en las capitales colombianas es que el espacio público ya no es suficiente para albergar a tantos vendedores ambulantes que no solo se lo han tomado, sino que sufre una “privatización” de facto sin remedio a la vista. Casi en todas las aceras de las principales vías del país se encuentran miles de vendedores ambulantes locales y venezolanos que encuentran en ese espacio de todos el mejor bulevar para sus artículos en venta. Igualmente, son muy pocos los semáforos de todas las ciudades y grandes poblaciones que no hayan sido ya tomado por vendedores, artistas y personas sin techo que han encontrado en esos pocos segundos de pare el tiempo suficiente para pedir una ayuda económica. Nunca antes en el país se había visto tal cantidad de informales ofreciendo sus ventas en los semáforos y cruces de vías.
Es una situación apremiante que alberga y facilita la inseguridad reinante, pues es usada por la delincuencia de microtraficantes y atracadores para instalar el imperio creciente de la informalidad y las deformaciones que de ello se derivan. No solo es que se ocupa el necesario espacio público destinado para caminantes, bicicletas, mascotas o corredores, sino que es el campo de batalla comercial entre la Colombia formal que paga impuestos y los que pescan en río revuelto. De esa revitalizada realidad caótica no se escapan algunas empresas sin escrúpulos que han sofisticado el canal de ventas callejeras, que se aprovechan de ese espacio de todos, no solo para vender por canales directos sus artículos (e incluso servicios), sino que no pagan por esa actividad. El Código de Policía es casi imposible de aplicar en un país anarquizado que dicta normas idealizando sociedades desarrolladas a las cuales no hemos llegado. Es ilógico e inentendible que se haya levantado la prohibición de vender bebidas alcohólicas en la calle, una decisión que disparará más ventas informales de difícil erradicación. Un buen punto de debate con los próximos candidatos a alcaldes es cómo van a preservar el espacio público y cómo van a evitar la inevitable privatización de muchos andenes, incluso por empresas formales.
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