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Analistas 21/06/2013

Las Farc y los ricos, la misma estupidez

Analista LR
La República Más
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Debo confesar que en el tema del proceso de paz en La Habana comencé con un escepticismo indiferente, luego estuve en un optimismo moderado, y acabo de entrar en un pesimismo ilusionado.

 
La cosa en noviembre no empezó muy bien, con las Farc mostrando toda su arrogancia, su escasa lucidez política de llegar puñeteando muy duro en la mesa, sobrevalorando su propia capacidad para exigir puntos en la agenda, e insultando la inteligencia nacional al negar sin sonrojarse que han sido victimarios, secuestradores y agentes primordiales en el fenómeno de desplazamiento masivo en el país. La ultraderecha colombiana, por su parte, hizo manifiesta su profunda mezquindad y su vocación para apostarle al fracaso de los diálogos, por la pequeñez de su discurso y la certeza de que, sin guerrilla, Uribe y el uribismo se quedan sin banderas.
 
Pero luego vinieron unos meses asombrosos. Lo primero es que los encuentros en Cuba soportaron la dura prueba de negociar en medio de la guerra. Los enemigos del diálogo, con sus fotos de cadáveres en Twitter y sus falsas noticias de emboscadas en Putumayo, no han conseguido restarle dinámica ni hacer efectiva y real la presión contra la mesa en La Habana. Además, los negociadores de las Farc se dejaron ver con algunas actitudes sorprendentes. Así, fueron mesurados cuando el rifirrafe con el gobierno de Nicolás Maduro y dieron unas simples opiniones alentando al diálogo con el país vecino, sin alinearse automáticamente con él. También se les escuchó una declaración poco habitual que sugiere al menos un intento por empezar a pensar con una lógica institucional, con los ritmos y las formas a las que ellos renunciaron por su largo enclaustramiento en la selva, y su convicción enajenada en un proceso revolucionario sin plazos, que podría durar medio siglo, un siglo, dos siglos. Este cambio de actitud se evidenció cuando hablaron de la legitimidad que puede tener el presidente Santos de aspirar a la reelección.
 
Luego conocimos que ya había un acuerdo sobre el agro, el eterno nudo del conflicto colombiano y uno de sus puntos medulares, pero además uno de los dos temas más difíciles.
 
En las dos últimas semanas entré en la fase del pesimismo ilusionado por la tozudez de ambas partes en apostarle a rubricar los acuerdos finales con la herramienta suicida de una asamblea constituyente (la guerrilla) o un referendo (el Gobierno). Ni siquiera la aspiración pretenciosa y absurda de los diez puntos que divulgaron las Farc este martes, con su cambio de modelo económico y del régimen presidencialista, me preocupan tanto como la asamblea constituyente en la que siguen obstinados.
 
Es muy ingenuo dejar toda la solución final a una constituyente en la cual, por más piruetas que se hagan, ellos van a quedar en minoría o en extrema minoría. Y, en cambio, esa asamblea del establecimiento más tradicional podrá aprovechar para tumbar aquellas cosas buenas que se consiguieron en la Constitución del 91, algunas de las cuales han intentado reversar en estos años.
 
Poner a la gente a votar sobre la paz (para constituir la integración de una asamblea o para hacer un plebiscito) es un enorme riesgo. Los colombianos, sin duda, quieren la paz, pero una paz en genérico; o sea que la convicción pacifista se irá diluyendo cuando se vaya haciendo puntual y se concreten sus costos: guerrilleros en el Congreso, perdón y olvido, guerrilleros alcaldes, gobernadores, financiación… Si las cosas se ponen en esos términos, como con seguridad lo hará hábilmente y con todo su derecho el uribismo, los colombianos van a votar en negativo. De refilón, una asamblea o un referendo formalizan un espacio para hacer trizas todo lo acordado en La Habana y les da una tribuna excepcional a los enemigos del diálogo.
 
Santos es astuto. ¿Será que no es consciente de esta trampa?
 
Pero además, una dificultad enorme para sacar adelante el referendo en que insiste el Presidente la impone la propia técnica jurídica. Iván Márquez lo ha reconocido: las preguntas en una consulta a los ciudadanos pueden ser larguísimas y muy complejas. Así fracasó el referendo de Álvaro Uribe en 2003.
 
Pero si las Farc están demostrando su estupidez y falta de perspectiva histórica, la clase dirigente, las élites de este país, no se quedan atrás. En momentos en que el tema de la tenencia de la tierra cobra una relevancia única, una oportunidad para salir de la guerra inveterada y fatídica en que nos criamos cuatro generaciones de colombianos, nos venimos a enterar de que la oligarquía está adquiriendo baldíos por miles de hectáreas que son o deberían ser de los campesinos sin propiedad. Con las mismas artimañas jurídicas de siempre, los más ricos, el 1,1% de la población que hoy es propietaria del 55% de la tierra, según datos de Luis Jorge Garay, quieren quedarse con lo que aún no tiene dueño.
 
Así que del pesimismo ilusionado es fácil en cualquier momento pasar al nihilismo desesperado.
 

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