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El Congreso de Derecho Financiero, organizado por Asobancaria, rara vez hace que la sangre fluya más rápido. Sin embargo, en esta última edición el cruce de espadas verbales entre dos pesos pesados del mundo jurídico-empresarial, el doctor Néstor Humberto Martínez y el superintendente de industria y comercio, Pablo Felipe Robledo, logró aumentar las pulsaciones cardíacas de los participantes a niveles inéditos.
El motivo de la amable, pero aguda, discordia fue el decreto 1817 de 2015, que se presentó ante la opinión pública como la imposición de períodos fijos de cuatro años para tres de los superintendentes, el financiero, el de sociedades y el de industria y comercio, en un esfuerzo por afianzar la autonomía de las tres entidades que conforman el núcleo central de la supervisión empresarial colombiana.
En la reunión el doctor Néstor Humberto sentenció que el decreto en mención tenía vicios de inconstitucionalidad y que su destino inevitable era la defenestración por parte de la Corte.
El argumento presentado resultaba muy sencillo: los superintendentes son delegatarios del presidente, quien puede en cualquier momento reasignar o recoger dicha delegación a través del libre nombramiento y remoción de los mismos. Por lo tanto crear un “periodo fijo” contravenía las prerrogativas presidenciales otorgadas directamente por la Constitución.
El superintendente Robledo ripostó que no se trataba de imponer limitaciones inconstitucionales al poder presidencial sino de una “autoregulación” de esta potestad por quien la detenta, que es el presidente de la República. El desarrollo lógico de esta reflexión es que el establecimiento de condiciones a la facultad nominadora mediante decreto carece de antijuridicidad toda vez que quien expide el mismo puede igualmente revocarlo o modificarlo en cualquier momento.
El problema de centrar las discusiones en los elementos jurídicos formales de una decisión de política pública, como ocurre frecuentemente en el medio hiperlegalista nacional, es que se pierde la oportunidad de discutir sobre los objetivos y conveniencia de la medida.
Cuando se le presentó a la Ocde la arquitectura de la supervisión empresarial colombiana en materia financiera, de competencia y de insolvencia su primera reacción fue cuestionar la eventual autonomía de los funcionarios encargados de la función. Al fin y al cabo, se preguntaban, los superintendentes son agentes del presidente de la República y como tales podían estar sujetos a todo tipo de presiones coyunturales.
Se les explicó que esta misma arquitectura institucional había funcionado bastante bien desde 1923 y que Colombia tenía uno de los sistemas de supervisión financiera, de competencia y de resolución de insolvencia más efectivos de la región, como lo demuestran todos los indicadores comparativos.
Si bien la creación de entidades totalmente autónomas para ejercer funciones públicas de supervisión o de otra naturaleza puede que suene bien en el papel, la experiencia colombiana en este tema es desastrosa.
Siempre que se proponen se piensa en el Banco de la República, ejemplo de excelencia estatal, pero inevitablemente acabamos en la Comisión Nacional de Televisión, el Consejo Superior de la Judicatura o en las CAR, todos unos verdaderos frankensteins institucionales.
Por eso el decreto 1817 es conveniente. No pretende alterar lo que funciona, a mi parecer no tiene vicios de inconstitucionalidad y sobre todo tiene más de softlaw que de regulación. Es, como dirían en el argot de la administración pública, un nudge en la dirección correcta. Lo que no quiere decir que sea insuficiente o inútil, todo lo contrario.
Más que responsabilidades legales, que sobran en el ordenamiento jurídico colombiano, lo que la medida genera son responsabilidades políticas, que son en últimas las que nos están faltando. Por default los superintendentes quedan nombrados por cuatro años y si los remueven el presidente debe explicar porqué.
Para asegurar la independencia eso es todo, pero créanme que es suficiente.