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Analistas 12/04/2014

En salud mental ya somos del primer mundo

Analista LR
La República Más
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“Para que haya asesinos seriales en una sociedad no basta con altos niveles de esquizofrenia, paranoia o psicosis; también se requiere cierta extravagancia, mucha soledad en las estadísticas, estándares altos de nivel de vida y una industria cinematográfica fuerte. La gente con necesidades básicas no tiene tiempo para enloquecerse ni para gastarlo urdiendo matanzas”.

La cita es descaradamente mía, de mi última novela que todavía no lleva un mes en las librerías. Se llama “Limpieza de oficio” y es la historia de un reportero de crónica roja que introduce muchos elementos de ficción en sus artículos, y convierte en crímenes rituales simples homicidios callejeros, o transforma asesinatos por robo en suicidios románticos. Y se inventa asesinos en serie en una sociedad donde la mafia y el hambre matan del modo más común y ramplón. Un día se va a encontrar con un asesino serial de verdad, uno que, sistemático, y sin que logre establecerse cómo y por qué, viene matando a los payasos de la ciudad, los de circos y piñatas, y también los callejeros, los de la publicidad pobre.

Colombia nunca ha tenido asesinos en serie, salvo casos contados y horrendos como Luis Alfredo Garavito y Pedro Alonso López (el monstruo de los Andes), ambos depredadores de niños. Tampoco, a excepción de Campo Elías Delgado, tenemos pistoleros de esos que se parapetan en una escuela y acaban con veinte personas a bala. A cambio de eso, en los últimos dos años nos hemos estremecido con los casos de enfermos mentales que viven sus vidas al lado de la casa de uno, sueltos y anónimos.

El 27 de marzo pasado, Jonathan Vega le desfiguró con ácido el rostro a Natalia Ponce, una mujer bonita de 33 años. Hasta ahora solo sabemos que Natalia era una obsesión desde la adolescencia para el sociópata Vega. El 29 de agosto de 2013, Francisco Cifuentes tocó el timbre de su vecino, David Manotas Char, para solicitarle que le bajara el volumen a la música y terminó muerto con varias puñaladas y arrojado por el balcón del tercer piso. Manotas era un drogadicto peligroso, y la Policía había acudido muchas veces a su apartamento ante el clamor desesperado de los vecinos. El 23 de mayo de 2012, Rosa Elvira Cely aceptó salir con Javier Velasco Valenzuela, y terminó desangrada en el parque Nacional luego de que este la violó y empaló, con ayuda de otro hombre. Velasco había sido condenado por homicidio y tenía pendiente un proceso por la violación de sus propias hijas. Rosa Elvira lo había conocido en un instituto nocturno donde validaba su bachillerato.

La locura en cifras de más de un dígito parecía ser uno de los síntomas de la posmodernidad; un sello de esas sociedades con todo lo básico ya satisfecho, con la conquista de la autonomía y la libertad individual como los derechos excelsos y, como consecuencia, con instituciones como la familia -ese eterno soporte emocional- mirando perpleja cómo intervenir o cómo no hacerlo. En esas culturas, las patologías mentales, el suicidio, las adicciones son una respuesta a la escasez de sentido de la vida. El Estado tiene allí como uno de sus grandes retos buscarle nuevos significados a la existencia.

Colombia, esta Colombia nuestra, pequeña y mezquina, no ha terminado de entrar del todo en la modernidad, y carga con una deuda enorme de inclusión, de agua potable para un 35% que no la tiene, de nutrición mínima para un 17 % que no la consigue, de cupos escolares para dos millones de chicos sin escuela completa… esta Colombia anclada en el siglo XIX, ya tiene facetas de la postmodernidad, pero de las más perversas.

En esa tendencia que tenemos a ser un pueblo de malas, 18 millones en este país padecen o han padecido algún tipo de trastorno mental; cuatro de cada diez colombianos se encuentran en riesgo de sufrirlo, y cinco de cada diez tienen alguna secuela comportamental surgida del conflicto armado. Los datos están en la exposición de motivos del proyecto de Ley de Salud Mental de 2013, que gracias al Polo Democrático se volvió norma el año pasado.

Lo peor es que esas cifras inquietantes tienen su lógica si llevamos medio siglo en una guerra que aparte de sumar cadáveres y mutilados, se transmite a diario en directo por los canales y las estaciones, con lo cual hay una ‘psicosis’ colectiva y crónica; una guerra en la que el Jason del cine (el de Viernes 13) es un pobre pendejo al lado de los ‘paracos’ y sus motosierras y sus partidos de fútbol con cabezas humanas. Es una sociedad enferma, enferma de la cabeza.

Y en el medio, la justicia atónita, tartamudeante e inepta: de los 926 casos de ataques con ácido en los últimos diez años, solo hay cuatro condenas. ¿Cómo no iba a sonreír campante y sin disimulos Javier Velasco, el verdugo de Rosa Elvira, el día de la audiencia en la que la Fiscalía lo acusó de asesino?

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