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30 años después, Armero sigue oliendo a flores

jueves, 12 de noviembre de 2015
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Colprensa

Horas antes de que el mundo se le viniera encima había tenido que salir hacia Bogotá para someterse a unos controles médicos ordenados por el doctor Nelson Torres, director del hospital local, y en cuyo honor se nombró el principal hospital de Armero-Guayabal (Tolima). 

Fue precisamente el doctor Torres quien ese martes 12 de noviembre sorprendió a Cecilia manejando por la calle 12 de Armero, a pesar de que el viernes anterior le había ordenado que viajara a chequearse en la capital de la República. 

“Ese día el doctor Torres llamó a mi mamá y le pegó una vaciada. Le dijo que ya no iba a atender mi parto… Cuando llegué a la casa, mi mamá me regañó y me dijo que a primera hora debía viajar”, recuerda esta menuda armerita con una claridad sorprendente, tanto que pareciera que cada uno de los hechos relatados se hubiera presentado hace pocos instantes. “No me fui el mismo martes porque ya no salían buses, pero a las seis de la mañana del miércoles estaba en camino”, añade. 

Aunque Cecilia -hoy pensionada- no atribuye al llamado de atención de su madre el estar con vida, sí considera que eso evitó que Felipe hubiera tenido algún tipo de problema físico o mental, como sucedió con muchos niños quienes hace 30 años estaban en el vientre de sus madres y debieron resistir el embate de la naturaleza; la misma que pasadas las 11:30 de la noche acabó con 90 años de historia y con, al menos, un tercio de los cerca de 30 mil habitantes de esa población tolimense, bautizada en honor de José León Armero (mártir de la independencia). 

“Ese miércoles acá en Bogotá cayó un aguacero terrible… En la calle 45 los carros casi que flotaban, fue tenaz”, dice Ana Cecilia, como si se tratara de una premonición. De inmediato otros recuerdos le vienen a la mente como puntos de referencia. “Ese año fue que María Monica Urbina quedó como reina nacional de la belleza”, dice y un corto silencio interrumpe la fluidez de su relato. 

Algo hizo que esa noche, cerca de las ocho, se comunicara telefónicamente con su madre… “No... mija, lo único que ha caído es ceniza”, le respondió telefónicamente doña Lilia. 

“Definitivamente el río es como los dientes. Usted se puede mandar a hacer muchas cosas para enderezarlos, pero ellos vuelven y se tuercen”, manifiesta. De inmediato hace su propia lectura de lo que pasó esa noche, hace 30 años. “La avalancha no se vino por el río, sino por la cordillera…”, dice con una certeza de geóloga y sustenta su afirmación en la cantidad de piedra que quedó tras la tragedia, lo mismo que por los palos que arrastró la avalancha. “Armero estaba bañado por los ríos Lagunilla, Guamo, Sabandija y Magdalena”, complementa mientras hace referencia a una caminata que realizó dúas después con el padre Eduardo Nieto, armerita como ella, y quien tras la desgracia se instaló en Villa Hermosa. 

Un pueblo por el que nadie respondió

A pesar de la visita y las advertencias previas de expertos, entre ellos varios japoneses, nunca se prendieron las alertas. Hacía un año el nevado del Ruiz, uno de los ocho volcanes que se ubican en la zona (Cerro Bravo, el Cisne, Santa Isabel, Páramo de Santa Rosa, el Quindío, Tolima y Machín) había reiniciado su actividad, después de varias décadas de silencio.

“Sólo le dijeron a la gente que se encerrara y se tapara la nariz. Nunca hubo alarmas. Los expertos advirtieron que el Nevado del Ruiz era un volcán y que había que tener cuidado con la población aledaña”, recapitula Cecilia y de inmediato cuestiona al entonces presidente de la República, Belisario Betancourt, quien -dice- hizo caso omiso a los anuncios de los especialistas. 

“El presidente le dijo al Gobernador que no dijera nada, y el alcalde murió en su escritorio tratando de comunicarse con el Gobernador”, señala Cecilia. “Yo ya fui al cielo y volví; no sé cómo le va a ir al señor Belisario Betancourt, pero sé que Dios es el encargado de cobrar esas cuentas”, dice mientras se encoge de hombros y los ojos se le irritan un poco, aunque no deja escapar ni una sola lágrima… “Yo no puedo llorar, debo ser la fuerza de mi familia”, susurra y pareciera haberse transportado tres décadas atrás. “Él (Betancourt) le sacó el cuerpo a Armero, como lo hizo con el Palacio de Justicia”. 

“Mucha gente murió infartada. El lodo estaba muy caliente, y en las noches se sentía mucho frío. Mi sobrino Juan David (hoy teniente coronel de la FAC), era una sola llaga. No se podía acostar, ni sentar. A él le sacaron una cantidad de cemento de los oídos”, dice mientras recuerda con resignación cÓmo a los cuerpos de las personas se les había adherido lodo y cemento derretido. Eso -dice- era lo que contaminaba y fue lo que generó cientos de amputaciones. 

A la media noche Cecilia ya no contaba con doña Lilia, ni con Clara Inés, ni con Luis Alberto, dos de sus cinco hermanos, tampoco con sus abuelos; sí con su padre, quien por cosas del destino, por suerte, o por designios divinos, se había varado en una carretera fuera de la influencia de la montaña. 

“Armero antes de la avalancha era alegre, era de muchos deportistas, teníamos el único coliseo de pesas… había muy buenos basquetbolistas, dos de ellos eran mi cuñado y mi hermana”, dice Ana Cecilia mientras enseña en su computador la reproducción de una fotografía pálida, sepia, en la que se ve a Clara Inés, una hermosa y espigada mujer. 

“A Armero iba a entrenar el medallista olímpico (1972) Helmut Bellingrot”, añade como ratificando la talla de los escenarios deportivos de los armeritas. 

“La calle 11 era la calle real (hecha por los indígenas) allá nos conocíamos todos, las niñas de los colegios femeninos y nos ennoviábamos con los niños de los colegios masculinos” (sonríe). 

“Armero tenía una plaza de mercado muy grande, había comercios, casi no íbamos a Ibagué, y cuando íbamos lo hacíamos por obligación... Al lado de mi casa había un árbol grande, muy grande, ¡uy!… se daban unos racimos de flores blancas hermosos... Armero olía a eso, a flores, y a eso sigue oliendo aún hoy”, dice con los ojos cerrados (suspira). 

…Para qué llorar 

Ana Cecilia reside en el sector de Teusaquillo (Bogotá), en un sexto piso desde donde aprecia plenamente el cerro de Monserrate, vista de la cual no duda en presumir. Ella es la vicepresidenta de la Asociación Colonia de Armero (Acar) a la que pertenecen mal contados mil armeritas radicados en la Capital, y desde donde recuerda con alegría a quienes no lograron salir con vida tras el anochecer de ese 13 de noviembre. 

Allí resguarda cientos de recuerdos de su Armero, por lo menos los que pudo sacar, aunque muchos más están sepultados. No recuerda con especial atención a Omaria Sánchez (para muchos símbolo de ese terrible anochecer), pues considera que como ella fueron decenas de niñas y niños los que no vieron el diciembre del 85, y considera que ocuparse de una sola persona es injusto con las demás madres. 

“Después de haber vivido esa tragedia, no es justo volver a vivirla en cada aniversario. Por eso nos reunimos para celebrar, no para llorar”, explica la razón por la cual no habla de esa noche. Así termina un largo recorrido por recuerdos con los que ha querido hacerle el quite a Guayabal, población que absorbió a Armero. 

Muchas actividades se tienen previstas para el aniversario treinta de la tragedia. Ana Cecilia espera que para este viernes 13 de noviembre el presidente de la República, Juan Manuel Santos, ni nadie de su Gobierno, se aparezca por la zona. “Ese es nuestro día, de nadie más. Si el Presidente va a nosotros nos arruman en una esquina, nos dejan como velones, cierran calles y acordonan. Preferible que vaya cualquier otro día el 12 ó el 14, cualquier otro día”. 

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