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Hay un fenómeno que hoy atraviesa a casi todas las generaciones, a casi todas las profesiones, a casi todas las sociedades y casi todas las ciudades: la celebración del “rendimiento” como virtud suprema; una forma de vivir donde el éxito deja de ser una posibilidad para convertirse en una obligación moral. No es una meta, es un mandato que ha dejado de ser horizonte y se ha convertido en una frontera que se mueve cada vez que creemos alcanzarla.
Uno de los síntomas más claros de este padecimiento que evidencia un modelo de trastorno es la angustia del “todavía no”.
“Todavía no soy suficiente”. “Todavía no llegué”. “Todavía no tengo lo que se espera de mí”. Una tremenda ansiedad que manifiesta una sensación de ir atrás, malévola y condenante.
La psicología contemporánea lo identifica como parte del síndrome del rendimiento, un estado en el que el valor personal se mide por la productividad y la vida se convierte en una sucesión de tareas por cumplir. La sociología agrega un dato inquietante: esta presión no es individual, sino estructural. Vivimos en sistemas que empujan a las personas a competir, incluso cuando no quieren competir. Y la filosofía hace su lectura existencial: cuando la vida se vive en función de un logro futuro, lo que se pierde no es solo paz, sino presencia. No habitamos el ahora; lo toleramos. Todo se pospone para un éxito que nunca llega del todo.
Sufrimos de “exitismo”.
El “exitismo” no solo trata de definir nuestras ambiciones; probablemente de redefinir nuestra identidad. Crea una sensación difusa pero constante de insuficiencia. Como si todo fuera poco, y tiene una característica central: transforma la vida en números, en métricas.
Seguidores, reconocimientos, ascensos, velocidad de crecimiento, logros que puedan contarse, compararse, y lo más desafiante, exhibirse.
La lógica cuantificadora todo lo invade; en consecuencia, aparece otro síntoma: la frustración crónica. La vida comienza a doler cuando no produce resultados visibles, y más que visibles, mostrables. Entonces, como cadenas, surgen las construcciones de fábricas de ficciones personales para poder mantener cierto engaño y autoengaño vivo.
En la fábrica de ficciones personales gobierna la necesidad de actuar, actuar con el firme propósito de simular todo, como si todo siempre estuviera bajo control.
Se exageran los avances, se maquillan las derrotas, se narran los procesos con épicas que nunca ocurrieron y no solo se hace para impresionar a otros, sino para sostener una historia interna que nos proteja del miedo a la verdad.
El “exitismo” es también la erosión del deseo; ya no se desea por placer, por curiosidad o por conexión, se desea por utilidad. “Lo que me posicione, me sirve.”
Algo así como una instrumentalización de los sentimientos y las emociones. Una fuerte alineación con la apariencia. Miedo al vacío: ¿sin logros quién soy? Una enorme necesidad de reconocimiento que se confunde con realización. Una laguna de fragilidades. Un intento de llenar con productividad lo que no sabe llenar con identidad.
Ahora bien, no se trata de renunciar al éxito, sino de reconciliarlo con lo humano. De recuperar el ritmo propio. De rescatar el deseo genuino, el que nace sin cálculo. De honrar la vida cotidiana, de exaltar la honestidad con la que se buscan las cosas, de revisar el origen.
El problema no es el éxito; el éxito tiene un lugar importante, pero no debe ocuparlo todo. No puede ser Dios, juez y brújula, no puede transformarse en “exitismo”.
El problema, no es el éxito, es el “exitismo”. Uno es conquista, el otro condena. Uno libera, el otro esclaviza. Uno expande, el otro vacía.
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“El hecho central del marketing de servicios es este, frustrante: es mucho más fácil fracasar en un servicio que tener éxito.” Harry Beckwith en ‘Venda lo Invisible’
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