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Analistas 30/09/2025

Economía traqueta

Simón Gaviria Muñoz
Exdirector de Planeación Nacional

En teoría, Colombia debería estar atravesando una recesión profunda. La combinación de una crisis fiscal y la caída de la inversión tendría que traducirse en contracción del consumo, una caída significativa de la demanda interna. Sin embargo, contra toda lógica, el PIB no solo se expandirá un 1,5% en 2025, según proyecciones del FMI, sino que el gasto privado no refleja la magnitud de ese estancamiento.

El Banco de la República estima que el consumo de los hogares crece a 2,2%, con un crédito de consumo que, aunque presionado, no se ha desplomado ¿Qué explica esta aparente paradoja? En gran parte, el crecimiento de la coca en el país, el creciente poder del Clan del Golfo, la tesis de mano blanda del gobierno Petro.

La respuesta incómoda la dio un estudio de Daniel Mejía, en 2024, las rentas de la cocaína alcanzaron US$15.300 millones, cerca de 4,2% del PIB, superando los US$11.848 millones que entraron de remesas. Estos recursos ilícitos no solo se lavan en minería o importaciones ficticias: también terminan irrigando efectivo en barrios populares, financiando bienes raíces, y sosteniendo la demanda de bienes durables.

Mientras la inversión extranjera directa cayó un 17% en 2024, y la inversión pública se paraliza por un déficit fiscal que ya bordea 7,3% del PIB, la cocaína, artificialmente, mantiene a flote la economía.

En otras palabras, una economía que en teoría debería estar ajustándose, se encuentra anestesiada por dólares ilegales, que al tiempo resta competitividad a nuestras exportaciones. Es una reedición del “síndrome holandés” pero criminal: la abundancia de divisas del narcotráfico aprecia el peso, distorsiona precios relativos e inyecta consumo que maquilla la debilidad estructural.

En teoría, el gobierno Petro está dejando de fomentar producción de hidrocarburos para tener un peso menos apreciado que fomenta la producción nacional. Nada hacemos si al dejar de recibir dividendos petroleros igual recibimos las tulas de efectivo cocalero que restan competitividad al sector formal.

En Afganistán, la economía sobrevivió a décadas de guerra gracias a las rentas del opio, que en algunos años representaron hasta 7% del PIB. En México, la DEA estima que los cárteles lavan anualmente más de US$25.000 millones. El narcotráfico funciona como un pseudoestímulo fiscal paralelo, que sostiene artificialmente el consumo, corroe la institucionalidad, y minar la producción local.

Mientras las familias que envían remesas sostienen a sus hogares con sacrificio, los dólares de la coca se infiltran sin transparencia, fortaleciendo estructuras criminales y frenando las presiones de reforma. La pregunta es si el país está dispuesto a tolerar que su “colchón” económico provenga de un ingreso ilícito que genera violencia, destruye el tejido social y sustituye las inversiones productivas.

Colombia corre el riesgo de normalizar una bonanza criminal. La macroeconomía parece estable no porque tengamos una economía robusta, sino porque circulan dólares sin declarar. No es un triunfo: es la derrota silenciosa de una nación que se resigna a que su motor económico sea la cocaína. Mientras el peso permanezca artificialmente apreciado y la violencia siga deteriorando el ambiente de inversión, no habrá condiciones favorables para construir una economía sostenible.

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