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La carta del excanciller Leyva es, sin duda, un escándalo jamás visto en Colombia. Pensar que un Ministro acuse a un Presidente de drogadicto es realmente de una gravedad inusitada.
Hay quienes han dicho que la revelación desdibuja el problema del consumo de drogas y lo aborda desde la peor manera. Eso puede ser cierto, pero también lo es que un Presidente debería ser una persona con bases morales para dar ejemplo a la sociedad. El consumo problemático de drogas es un asunto de la salud pública, pero romantizarlo bajo el argumento estúpido de la revolución es irresponsable con miles de jóvenes y adultos que están en riesgo de perder sus vidas por el consumo de drogas.
Leyva no es el primero que lo dice. Lo había dicho Benedetti también en una conversación privada con Laura Sarabia, en la que no había ninguna razón para engañar a la opinión pública.
Pero lo que realmente me llama la atención de la carta de Leyva es la insistencia de que al Presidente lo tienen secuestrado sus funcionarios. Una persona que trabajó en ese gabinete y estuvo presente en las decisiones de Gobierno nos dijo esta semana que “Laura ha sabido cobrar muy bien sus secretos. Ese es su poder”.
Y la verdad es que no hay ninguna explicación para haber arrojado a la basura la reputación de su Gobierno por mantener a funcionarios que son una bomba nuclear andante, luminosa y sonora.
Les dio segundos tiempos innecesarios, los resucitó de poder cuando ya no estaban en el Gobierno y su presencia era un malestar para la mayoría de su equipo.
“Laura encerró al Presidente y el Gobierno cometió muchos errores por su inexperiencia”, dijo esta semana Mauricio Lizcano.
Lo difícil para Petro es que la verdad siempre se conoce, su poder acabará y con él el candado del silencio se romperá mucho más estridente que Leyva.
Sarabia y Benedetti algún día contarán la verdad sobre la campaña. Eso el país lo conocerá. Aún hay muchas historias de esos meses que suenan por los pasillos con escozor. Lo que cuentan las paredes de algunos hoteles en Cartagena es asombroso.
El primer Presidente de izquierda en Colombia ha tenido que limitarse a hacer una estrategia de respuesta sobre la victimización y la locura discursiva para lograr con demagogia sus objetivos electorales. Pero eso acabará; el tiempo es finito. Y la huella para la administración pública en el país quedará marcada por un jefe de Estado que no fue capaz, que no estuvo la altura. Que escogió su ego, su inmadurez emocional, y su pretensión de mesías.