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Analistas 10/08/2017

Travesuras británicas

Rodrigo Botero Montoya
Exministro de Hacienda
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Una característica de la forma como los ingleses, luego los británicos, han manejado las grandes cuestiones gubernamentales es la del pragmatismo en temas domésticos, combinado con la lucidez en la conducción de las relaciones internacionales con visión de largo plazo. Esa peculiaridad le permitió al Reino Unido mantener la estabilidad política en medio de los grandes cambios económicos y sociales originados en la Revolución Industrial y proyectarse hacia el resto del mundo como una potencia comercial y militar de primer orden.

La denominada Revolución Gloriosa de 1688 puso fin al intento absolutista del último de los Estuardo, el rey Jacobo II. El arreglo resultante, con el nombramiento de un noble holandés, Guillermo de Orange, para que ocupara el trono con su esposa Mary, bajo determinadas condiciones, modificó la relación entre la Corona y el Parlamento, el cual pasó a ser la fuente efectiva del poder político. Esta transformación, y los cambios religiosos que tuvieron lugar, requirieron gran flexibilidad por parte de los dirigentes políticos, al igual que la voluntad para aceptar soluciones transaccionales a los conflictos que podrían considerarse ilógicas o irracionales, en sentido estricto.

Así por ejemplo, al efectuarse la incorporación del reino de Escocia al reino de Inglaterra en 1707, para constituir el Reino Unido de la Gran Bretaña, se acordó que el monarca de Inglaterra, quien era la cabeza de la Iglesia Anglicana, también sería la cabeza de una religión diferente, la Iglesia Presbiteriana de Escocia. La Reina Victoria asistía a ceremonias religiosas de acuerdo al rito anglicano cuando estaba en su sede, y de acuerdo al rito presbiteriano cuando iba al Castillo de Balmoral en Escocia.

Una constante de la tradición diplomática británica ha sido el mantenimiento del equilibrio de poder en Europa, lo cual implicaba oponerse a cualquier nación que intentara establecer una hegemonía en el Continente. Su condición geográfica insular le ha permitido al Reino Unido participar activamente en los asuntos europeos, conservando al mismo tiempo cierta reserva. Asignarle a lo largo del tiempo la prioridad adecuada a los objetivos domésticos y los internacionales, dentro de los parámetros de un ordenamiento institucional sui generis, presupone la eficacia gubernamental, implementada por una clase política competente y seria. Esos requisitos han brillado por su ausencia durante el debate respecto a las relaciones del Reino Unido con la Unión Europea.

Ante un tema de importancia vital, los dirigentes británicos han actuado con una frivolidad desconcertante. Algunos de ellos, como el actual ministro de Relaciones Exteriores, Boris Johnson, se comportaron como si fuera divertido invitar a la nación a dar un salto al vacío. Luego de la derrota electoral del gobierno en las elecciones convocadas por Theresa May, figuras como Philip Hammond, Chancellor of the Exchequer están sugiriendo una versión blanda de Brexit. Han surgido fórmulas ingeniosas para demorar la salida de la Unión Europea e inclusive anularla bajo otro gobierno. La viabilidad de estas propuestas va a depender de la tolerancia de los líderes europeos hacia ciertas manifestaciones de humor británico.

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