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A menudo, pensamos en la marca como un logotipo atractivo, un eslogan pegajoso o una campaña publicitaria exitosa. En realidad, la marca es mucho más que eso. Es una experiencia viva que se manifiesta cada día a través del comportamiento, las decisiones y las actitudes de quienes forman parte de una organización.
La marca de una empresa se construye, o se debilita, desde las marcas personales de quienes la representan. Cada colaborador, sin importar su cargo, es una extensión viva de esa promesa de valor que la organización dice entregar. Y es en los pequeños actos cotidianos donde esa coherencia se pone a prueba: en cómo respondemos un correo, cómo saludamos a un colega, cómo resolvemos un conflicto, cómo hablamos de nuestros compañeros cuando no están.
La arrogancia de la marca aparece cuando sus representantes creen que el prestigio o la calidad del producto son suficientes para estar por encima de los demás. Se manifiesta cuando se asume que la historia o los logros pasados nos dan derecho a ser indiferentes, autoritarios o negligentes. Se expresa cuando olvidamos que el respeto, la empatía, los detalles y la consistencia no son decorativos: son esenciales. Una marca que desde adentro transmite desdén, ego o desprecio empieza a emitir señales contradictorias. Y esas señales, tarde o temprano, se perciben y erosionan la confianza.
No podemos tener una cara amable y servicial para los clientes mientras cultivamos ambientes tóxicos o indiferentes puertas adentro. Las organizaciones sólidas y duraderas se distinguen por su coherencia cultural que se construye con acciones concretas que reflejan un propósito común, compartido y vivido. Esa consistencia invisible es la que inspira confianza afuera y fortalece la identidad adentro.
Por eso, cuidar la marca no es una tarea exclusiva del área de marketing, ni un esfuerzo aislado del equipo de comunicaciones. Es una responsabilidad colectiva. Implica vivir la cultura con coherencia, sin arrogancia. Significa entender que la reputación se sostiene con acciones genuinas, no con apariencias. Que las grandes marcas no se construyen desde la vanidad, sino desde la humildad de actuar con integridad, incluso cuando nadie está mirando.
Cada decisión que tomamos y cada interacción que tenemos deja una huella: en nuestro jefe, en nuestros equipos, en los clientes, en los proveedores y, sobre todo, en nosotros mismos. No hay acto neutro cuando representamos una marca. Todo comunica, incluso lo que no decimos.
La gran pregunta es: ¿Estamos cultivando hábitos que fortalecen la cultura y la marca, o estamos permitiendo que crezcan vicios que, tarde o temprano, nos pasarán factura? ¿Actuamos con la misma coherencia frente a un cliente, a un proveedor o a un compañero de trabajo? ¿Nos sentimos alineados con la cultura de la organización, o simplemente la soportamos mientras hacemos lo mínimo indispensable?
Una marca arrogante puede brillar por un tiempo, pero inevitablemente se agrieta desde adentro. En cambio, una marca vivida con humildad, coherencia y propósito puede trascender. Porque las marcas auténticas no solo venden: inspiran, unen y dejan legado.
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