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Durante años nos repitieron que democracia y prosperidad eran como los inseparables Batman y Robin: siempre enfrentando enemigos, sufrimientos e incomprensiones, pero siempre triunfando al final. La receta tradicional era sencilla: apoye la democracia, elija al mejor líder y espere que el desarrollo llegue con bienes públicos, educación y salud de calidad, empresas eficientes, libre competencia y un gobierno dedicado a garantizar seguridad y justicia.
Seymour Martin Lipset, en 1959, lo dejó por escrito: el desarrollo económico impulsa la democracia, y la democracia, a su vez, alimenta el desarrollo. Un círculo virtuoso que se catapulta si el país sabe qué riquezas naturales posee —minerales, petróleo, agua, etc.— y las aprovecha para el bienestar y la generación de más riquezas para su población. Una ecuación simple, tan simple que parecía diseñada para seducir al mundo en plena Guerra Fría.
Décadas después, Daron Acemoglu y sus colegas entraron en escena con cifras que demostraron que: “Si pasas de dictadura a democracia, tu PIB sube 20% en 25 años”. Una cifra tan atractiva que parecía una promesa de valor de una pirámide financiera. Claro, siempre que la gente tenga paciencia de monje tibetano y no le importe esperar 5 lustros para ver resultados. Y, detalle importante, China empezaba a hacer Chow Mein con la teoría, pues, sin democracia plena, ellos comenzaban a crecer a la velocidad de un incendio con pólvora.
En consecuencia, la pregunta que subyace es si sigue siendo válida la promesa de que democracia y prosperidad son el dúo dinámico. La respuesta hoy suena menos convincente que hace medio siglo. La revista Foreign Affairs bautizó aquel optimismo con el nombre de “consenso de Washington”, algo así como un manual de autoayuda global que recetaba abrir mercados, hacer elecciones y esperar milagros. Pero el presente es más complejo: hay democracias pobres y dictaduras ricas que desafían cualquier lógica.
Adicionalmente, un estudio de 2025 puso en la palestra otra afirmación: la democracia se fortalece en sociedades ricas, pues los habitantes exigen cada vez más libertades. Es decir, entre mejor calidad de vida, más exigen derechos y más ejercen el voto. O, en versión siglo XXI: primero pagan Netflix, luego manifiestan su inconformismo en “X”.
El resultado: una economía competitiva, desigualdades bajas y un incremento significativo de la confianza. Porque no solo es votar, también es saber hacer industria, tener servicios públicos competitivos y contar con un sistema crediticio pertinente, fácil y barato.
Sobre si la receta de prosperidad y democracia, marchan de la mano en este tercer milenio, queda claro que a las democracias las sostienen no tanto el tamaño de la billetera, sino la convivencia pacífica, la estabilidad , la transparencia y la posibilidad de acceder a la justicia.
La democracia quizá no sea la gallina de los huevos de oro que imaginaban algunos. Pero conserva un atractivo único: Permite soñar con un futuro mejor y construido por todos. Y, sobre todo, da la certeza que, cuando llegue la próxima elección, se puede sacar del juego a los políticos con el arma más poderosa y, paradójicamente, más fuerte de todas: el voto.
Quizás la democracia no sea la gallina de los huevos de oro que algunos imaginaban. Pero conserva un atractivo único: permite soñar con un futuro mejor, construido por todos. Y, sobre todo, da el derecho a que, cuando llegue la próxima elección, se puede sacar del juego a los políticos con el arma más poderosa y, paradójicamente, más fuerte de todas: el voto.
Así que, a proteger la democracia, sinónimo de libertad, y a apoyar los nuevos liderazgos para que la sociedad entienda que es con trabajo y honestidad que se hacen las sociedades justas, ricas y desarrolladas.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente