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El proceso de escritura es un acto íntimo y personal. Como lo es esta columna. En mi caso puedo decir que cuando decido enfrentarme a la hoja en blanco es porque siento un llamado de mi corazón y mi mente a expresar una idea que me toca en lo profundo y que pienso que al compartirla puede tocar a otros. Esa mezcla de pensamiento y emoción que convergen en nuevas ideas puedes ser lo que algunos llaman inspiración. Yo creería que es algo más que eso pues la inspiración repentina tiene un cierto carácter de azar. Creo firmemente en que los escritores somos mensajeros valiosos de ideas o palabras que por alguna razón alcanzan el papel para ser inmortales en el tiempo.
Escribo esto pues han sido días en que han surgido innumerables emociones y preguntas sobre el verdadero valor de escribir y su trascendencia en un mundo saturado por los contenidos y la información. Escribir es una responsabilidad enorme y un proceso que requiere también de una inmensa honestidad. Podemos emprender un viaje creativo que abra horizontes a nuevas ideas y que estas sean transformadoras o podemos elegir generar caos y duda con nuestras palabras. Por otro lado para el que decide escribir existe ahora la punzante inquietud de su valía, en un mundo que cada vez otorga más poder a la tecnología y a lo digital no sólo como amplificadores de mensajes de toda índole, sino también por la autoridad dada a todo aquel que logre influenciar a través de ellas.
El valor y poder de la palabra en un mundo caótico e hiperconectado cada vez tiene más importancia. El expresar una opinión implica una gran responsabilidad con el otro. En los últimos días después de aterrizar de un retiro de silencio y una desconexión de mi celular y mis dispositivos, me he cuestionado mucho sobre qué quiero y debo escribir y ha resonado en mi esa necesidad de hablarles de la relevancia de escuchar más a nuestros corazones y de tener espacios de pausa y silencio que nos permitan comprender el verdadero sentido de la vida y de la palabra. Y desde allí pensar nuestra contribución para construir un futuro más amable y sostenible para la humanidad.
Con el temor de sonar muy filosófica y etérea, podría decir que la responsabilidad de escribir y expresar nuestras ideas es enorme en un mundo que se ha construido sobre complejos ideales de futuro. Existe mucha agresividad en el lenguaje y eso dibuja nuestra realidad, la llena con un matiz de violencia que se enquista como un hábito de nuestras vidas. Todos tenemos estrés y en ese frenético caminar cotidiano dejamos que salga en forma de palabras, ideas, o discusiones acaloradas que después podemos reprocharnos.
Y aquí quisiera referirme a los preceptos budistas de la comunicación no violenta en donde partimos de la empatía y la mirada consciente de nosotros mismos y del otro, para reconocer las emociones y canalizar su energía con responsabilidad. Allí es en donde encontramos el coraje, el amor y la verdad que puede nutrir una comunicación significativa y constructiva para el mundo. Tenemos la responsabilidad de hablar desde la verdad, expresar cosas que sean útiles, amables y apropiadas a un contexto. Que nuestro discurso sea edificante y que surja desde una conexión con el amor que nos habita. Amor por la vida y por todo lo que nos rodea.
Y es que hemos perdido la capacidad de estar presentes con nuestras emociones y pensamientos, especialmente con aquellos que nos hacen sentir incómodos. Nos hemos alejado de esas conexiones que se generan desde el corazón y que nos permiten cultivar un sentido de responsabilidad y empatía.
Escribir para mi es una especie de meditación en donde conecto con mi mejor versión para compartirla con el mundo. Esa debería ser la intención de nuestras palabras aún en momentos en los que sentimos rabia, ira, dolor o simplemente queremos expresar un desacuerdo.
Samuel Johnson, escritor inglés decía que el lenguaje es el vestido de los pensamientos, es una bonita metáfora para que elijamos cómo nos queremos vestir todos los días cuando salimos al mundo.
Gracias por leerme.