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En Colombia vivimos en una ambivalencia. Queremos descentralización, que los mandatarios locales tengan más autonomía, que las decisiones públicas recojan la diversidad del territorio y aprovechen ese conocimiento disperso que describía Hayek. Incluso todos repetimos, con convicción, que “en Bogotá no pueden decidir los pormenores del desarrollo de todas las regiones”.
Pero al mismo tiempo le tenemos miedo. Miedo a la transición, al desorden fiscal, a que el remedio sea peor que la enfermedad. Como en muchos dilemas colectivos, terminamos atrapados: todos quieren avanzar, pero nadie da el primer paso.
John Nash -el matemático de la película ‘Una mente brillante’- formuló una idea poderosa en teoría de juegos: un equilibrio ocurre cuando, dado lo que hacen los otros jugadores, ninguno tiene incentivos para cambiar su estrategia. Son estados estables, no porque sean buenos, sino por desconfianza mutua. Se mantiene en equilibrio porque dos pasos se tienen que dar al tiempo, pero nadie se atreve a moverse de primero.
Ese es el tipo de equilibrio en el que estamos: un centralismo insostenible, donde concentramos tanto los ingresos como las competencias, si descentralizamos las competencias, tememos dejar desfinanciados los gobiernos subnacionales. Si descentralizamos los tributos, tememos quebrar la nación. Así seguimos atrapados en un equilibrio que no le conviene a nadie.
La cosa es que ese equilibrio ya está por desbordarse. La copa de las finanzas públicas no solo se desbordó por arriba, sino que también se agrietó por abajo.
Por arriba, el gasto público se volvió insostenible. Fedesarrollo estima que recortar unos $28 billones en 2025, mientras que el Comité Autónomo de la Regla Fiscal habla ya de $46 billones. El ajuste del gasto es inevitable, con o sin descentralización, hace $46 billones que cayó la gota que rebosó la copa.
Por abajo se ven es grietas del sistema político. Ocho debates avanzaron en el Congreso la reforma que aumenta los giros al Sistema General de Participaciones, además de la sanción presidencial. Los gobernadores del periodo pasado, los congresistas actuales y más de dos millones de ciudadanos coincidieron en respaldar el referendo fiscal.
El equilibrio de Nash perpetuaba el centralismo y hacía que muchos de nosotros fuéramos tímidos a la hora de defenderlo. Como muchas otras cosas en Colombia, era una reforma que debía ser ambiciosa desde el inicio. Con un país quebrado, y un rechazo generalizado al centralismo, solo queda buscar el espacio adecuado para corregirlo.
El espacio natural para esa discusión es el Congreso de la República, donde se deben alinear competencias, ingresos y responsabilidades. Y los incentivos para corregir eso, hoy distorsionados, se modifican con el referendo de autonomía fiscal: deja el IVA y demás tributos a la Nación, la renta a los departamentos y el predial a los municipios.
La Constitución del 91 fue un gran arreglo de los colombianos. Después de 30 años, algunas de sus intenciones no se han cumplido, y para lograrlas se necesitan reformas estructurales. Lo bueno es que ya tenemos un camino para salir de ese equilibrio de Nash.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente