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Analistas 24/09/2025

Secuestrados de la impunidad

Maritza Aristizábal Quintero
Editora Estado y Sociedad Noticias RCN

Me volví a encontrar con Ingrid Betancourt, el general Luis Mendieta y Jhon Frank Pinchao. Al escucharlos en la intimidad de sus recuerdos, confirmé que las cicatrices del secuestro nunca terminan de cerrarse. Sus voces, que cargan años de cadenas, selva y soledad, vuelven a temblar porque la reciente sentencia de la JEP contra los exjefes de las Farc ha removido esas heridas con la fuerza de una puñalada. Se habló de justicia restaurativa, de sanciones que suenan bien en el papel, pero para las víctimas es, otra vez, la sombra de la impunidad.

Ingrid relató un episodio que seguía bajo la sombra de lo que ya es incontable: un guerrillero intentó abusarla sexualmente. Fue víctima de muchos delitos, que seguirán siendo su atadura. Mientras tanto la justicia, que se pregona en nombre de la paz no contempló ni siquiera restricción a la libertad de sus captores ¿Puede llamarse justicia una sentencia que les permite mantener sus derechos políticos intactos mientras las víctimas siguen viviendo condenadas a la memoria de lo irreparable?

El general Mendieta lo repite: las cadenas pueden romperse, pero la dignidad mancillada cuesta mucho más enmendarla. Pinchao, con la serenidad de quien sobrevivió a la fuga más arriesgada, insistió en que la verdad completa todavía no se ha contado, que la reparación es insuficiente y que la sociedad, en el fondo, sigue minimizando el horror que padecieron.

La JEP defiende su decisión como un paso histórico, pero la historia, cuando se cuenta a medias, también puede ser una forma de herir. Y ojo, la proporcionalidad del castigo no es un capricho, es un principio básico del derecho internacional.

No se trata de revanchismos ni de negar la importancia de la justicia transicional. Se trata de reconocer que el país no puede llamar justicia a lo que en el fondo se parece más a un acuerdo político: las sanciones simbólicas van a la par de mantener plenos derechos políticos, protegidos por un marco legal que termina beneficiando más a exguerrilleros que a víctimas.

Y allí está la paradoja: quienes estuvieron secuestrados por años, más de lo que durarán las sanciones de sus verdugos, siguen esperando que alguien responda de verdad; los otros, con apenas un puñado de compromisos difusos, se insertan cómodamente en la vida pública.

Lo que vi en los ojos de Ingrid, Mendieta y Pinchao, no fue sed de venganza. Fue la exigencia de una justicia creíble. Esa que entiende su dolor, no que lo utiliza como fachada. Esa que no confunde reconciliación con complacencia. Esa que entiende que sin verdad completa, sin sanciones proporcionales, la paz no es más que un espejismo.

Por eso afirmo que hoy no solo fueron revictimizados ellos. También nosotros, como sociedad. Amarrados a un modelo de justicia que no logra dar el salto entre lo necesario para la paz y lo indispensable para la dignidad. Atados a un relato que prefiere el aplauso internacional a la reparación interna. Y prisioneros de la eterna contradicción colombiana: querer pasar la página sin haberla leído completa.

La verdadera pregunta no es si la sentencia de la JEP es un paso adelante en la justicia transicional. La pregunta es si podemos llamarla justicia cuando quienes más sufrieron dicen que les arrancaron, otra vez, la esperanza de ser reparados, sienten que ahora son secuestrados de la impunidad.

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