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El 50% del PIB colombiano descansa sobre los hombros de empresas familiares con más de tres décadas de trayectoria. En muchos casos, su supervivencia no depende de los mercados, sino de algo mucho más íntimo: la voluntad de las siguientes generaciones de asumir su legado. Ese es, hoy, el gran desafío de la continuidad empresarial en América Latina.
Fundadores e hijos viven un desencuentro generacional. Mientras unos se preguntan si el esfuerzo de décadas será heredado o abandonado, los otros buscan libertad para construir sus propias trayectorias. No es una simple tensión entre tradición e innovación; es un reto de gobernanza, formación y cultura empresarial.
Las nuevas generaciones, marcadas por la globalización, la movilidad y la digitalización, tienden a desvincularse del sector en el que crecieron. Ya no es evidente que se integren a la empresa familiar. Sin embargo, esto no debe interpretarse como desinterés. La clave está en redefinir los roles posibles dentro de la empresa: dirección, gobierno y propiedad. No todos deben liderar desde la operación; algunos podrán hacerlo desde la estrategia o desde la gestión responsable del patrimonio.
Un reciente diagnóstico del Inalde Family Business Center identifica factores de cohesión y de ruptura entre generaciones. La buena noticia: cuando se fomenta una cultura familiar basada en la unidad, la comunicación y la admiración por el trabajo de generaciones previas, los jóvenes desarrollan un fuerte apego emocional por la empresa. Se sienten convocados. La mala: cuando priman el individualismo, el desconocimiento del negocio o el resentimiento, el vínculo se disuelve. La continuidad no es automática: exige intención, preparación y estructura.
Las empresas familiares que perduran son aquellas que entienden que el compromiso no se impone: se cultiva. Formar a los miembros jóvenes como futuros propietarios responsables, involucrarlos desde temprano en decisiones estratégicas, permitirles desarrollarse profesionalmente, incluso fuera del negocio, y luego brindarles espacio para volver y aportar desde su experiencia, son prácticas claves. También lo es abrir espacios de diálogo intergeneracional y reconocer que hay múltiples formas de contribuir al legado común.
Estudios recientes muestran que los jóvenes sí están dispuestos a sumarse al legado familiar, siempre que se den tres condiciones: una cultura empresarial que valore su participación, oportunidades reales de desarrollo personal y profesional, y una familia que fomente dinámicas de comunicación positiva. Cuando estos factores convergen, se multiplican las posibilidades de que la nueva generación vea el negocio familiar no como una carga, sino como un proyecto común en el que pueden dejar su propia huella.
Las empresas familiares necesitan evolucionar desde una lógica de herencia hacia una de cocreación del legado. Más que garantizar la permanencia de un apellido en una nómina, se trata de asegurar la vitalidad de una cultura empresarial que trascienda el tiempo y a sus fundadores.
El futuro de estas compañías, y por extensión de buena parte del tejido empresarial latinoamericano, dependerá de su capacidad para construir puentes con las nuevas generaciones. Un legado no se transfiere; se construye juntos.
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