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Analistas 19/10/2022

El discurso de Caldono

De vez en cuando la escenografía cuidadosamente manufacturada por el gobierno para dar la impresión de que todo es diálogo y tolerancia se desploma, dejando entrever que lo que hay detrás de bambalinas es una oscura tramoya.

Esto ocurrió la semana pasada en Caldono cuando el presidente confesó ante un auditorio de autoridades indígenas sus preocupaciones. El principal rival tanto del Estado como del gobierno “está en su interior, es un enemigo interno”, fue como lo expresó el mandatario. Los conspiradores en su contra son aquellos “funcionarios que no piensan con el corazón de ustedes, ni con el cerebro de ustedes”, les dijo a los asistentes. Se trata de “ese aparato estatal” que “es un acumulado de historias que tiene que ver con la dominación social, con las élites”, el cual corresponde a la creencia de que la representación “solo puede pertenecer a los herederos de los esclavistas”.

No se trata de palabras menores. A pesar de que los corifeos gubernamentales saldrán a dar las explicaciones de rigor, aduciendo que el presidente no quiso decir lo que dijo y que, como Cantinflas, las cosas no son lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, el discurso de Caldono no se puede tomar a la ligera.

Nunca un presidente en ejercicio había desconoció la estructura constitucional y legal vigente de esa manera. Básicamente lo que Petro está diciendo es que todo el andamiaje normativo existente es ilegítimo porque se origina en personas que no tenían representatividad popular. Y va más allá. Deshumaniza a estas supuestas “élites” como si fueran de otra especie, con sentimientos y pensamientos tan disímiles al del colombiano común que podrían ser extraterrestres.

Esto, obviamente, es una falsedad mayor. Al presidente se le olvida que la constitución actual es producto de un pacto democrático del cual él mismo fue parte y que durante casi veinte años como congresista participó en la elaboración de las leyes que ahora le atribuye a los “herederos de los esclavistas”. Él -y muchos de sus más cercanos colaboradores- son tan parte de esa élite como el más encopetado de los apellidos de alguna dinastía política.

Estos detalles factuales, sin embargo, poco le importan. Deshumanizar al rival sirve para aniquilarlo moralmente. Negar la legitimidad normativa del país es útil para sentar las bases de un asalto frontal a la institucionalidad. Las leyes acaban siendo incómodos obstáculos para ser ignorados. “Estamos diciendo que es el pueblo el que manda, que no es el presidente […] que el Congreso tendrá que aceptar que en el proyecto de ley que se vuelva ley de la República, la Colombia potencia mundial de la vida es la voz del pueblo decidiendo” como lo afirmó con ecos gaitanistas en Caldono.

No ser un “hombre sino un pueblo” resulta conveniente para imponer una autocracia. La fusión del caudillo y de las masas es la excusa perfecta para pasarse por la faja cualquier límite constitucional. Es el estado de opinión en su más pura expresión, ese donde la voz del presidente es la voluntad del pueblo. Como lo pretendieron Chávez, Castro y Perón.

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