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Analistas 25/09/2023

¿Un país a la deriva?

Juan Pablo Liévano Vegalara
Exsuperintendente de Sociedades

Mientras el presidente viaja y asiste a compromisos internacionales, el país empieza, ahora sí, a degustar el menú por el que la mayoría votó en 2022. Muchos pensaron que votar por “el cambio”, sumándose al voto de los progresistas, era una opción razonable y que cualquier desviación del camino sería automáticamente corregida por la institucionalidad.

Lo cierto es que la institucionalidad hace agua, soportando los embates, no por sí misma, sino por los propios errores del Gobierno y sus huestes, con funcionarios enredados en escándalos y familiares que terminaron develando supuestos asuntos de la financiación de la campaña y acuerdos en las cárceles.

No obstante, a pesar de los problemas y el deterioro en la imagen y la aceptación, al Gobierno le queda tiempo y le sobran ganas para hacer lo que quiere realmente hacer: tomarse el país. La receta es clara. Sus primeros ingredientes son la anarquía y el caos. La paz total y el cese al fuego no son más que los medios para obtenerlos.

Se trata de abandonar vastas zonas del país para que sean tomadas por los delincuentes y el narcotráfico y, como consecuencia, florezcan las economías ilegales y en la sombra. Como otros ingredientes, tenemos la transición energética y la descarbonización de la economía. Lo que realmente se pretende es disminuir los flujos de inversión y los recursos fiscales del gas, el carbón y el petróleo para que los remplacen otras fuentes legales, que no sabemos cuáles son, e ilegales.

De hecho, recientemente se ha dicho que la cocaína desplazará al petróleo como el principal producto de exportación, lo que traerá funestas consecuencias para la economía legal y el orden público. Eso nos llevará también a la soñada integración económica con Venezuela, para que dependamos de su gas y petróleo. Otros ingredientes que no pueden faltar son la deconstrucción y toma de la institucionalidad a través de militantes y los pagos a los gestores de paz.

No importa si se nombran personas con las cualidades y capacidades requeridas, lo importante es que respondan al dogma y se tomen las entidades. Tampoco importa crear las condiciones para que los jóvenes estudien, trabajen o emprendan, pues lo importante es contar con un ejército de adeptos prepago. Pero, sin duda alguna, los ingredientes principales son la relativización cultural y el desprecio al empresario, que es el verdadero cambio que parece se quiere imponer.

Se quiere un país con un sector privado debilitado y sumiso y un sector público grande e inoperante, con inseguridad para generar desconfianza y temor en la ciudadanía. No se ven legítimos intereses de cambio por parte del Gobierno y sus huestes, para mejorar el bienestar ciudadano. Simplemente se observan discursos grandilocuentes, sin hechos concretos que arreglen los problemas y generen confianza y, lo que es peor, con proyectos de ley saborizados con mermelada y burocracia que empeorarán la economía, la salud, el empleo y el bienestar ciudadano.

Un Gobierno que deja a los delincuentes a sus anchas y que no cumple su función constitucional. Un país a la deriva, directo al despeñadero, o tal vez con las condiciones perfectas para su toma y control.

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