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En estos tiempos tumultuosos, en los que se condena el mercado y el lucro, debemos tener claridad sobre las bases para construir la economía y el país. Estas bases deben comprender pilares fuertes y sólidos, de manera que se pueda construir sobre ellas de forma permanente y garantizar que la construcción perdure por siglos. Recuerda, en cierta forma, a una catedral gótica, de arquitectura sólida y confiable, como lo describe magistralmente Ken Follett en su novela Los pilares de la Tierra. Estos magníficos edificios cuentan con pilares, arcos apuntados, contrafuertes y arbotantes, lo que permitió la creación de las maravillosas bóvedas nervadas que daban espacio a amplios y espectaculares vitrales.
Como liberal, siempre he creído que la libertad individual es la base fundamental sobre la que deben apoyarse la economía y la sociedad. El Estado no debe, y no puede, hacerlo todo. De hecho, debe limitarse a lo justo, a lo estrictamente necesario para permitir el desarrollo de la libertad. Cualquier otro camino simplemente conduce a la ruina y a la destrucción de la sociedad y la economía, o, al menos, impide que desarrollen todo su potencial.
El Estado tampoco puede ser capturado por mafias o grupos, sean de izquierda o de derecha, colectivistas o particulares extractores de riqueza. Debe procurar los servicios básicos de seguridad y justicia y crear las condiciones para que, en libre competencia y sin abusos, los particulares puedan proveerse de soluciones a sus necesidades mediante productos y servicios.
Subsidios, los mínimos y estrictamente encaminados a que cada quien pueda procurarse lo suyo de manera autónoma e independiente, mediante el ejercicio de su libertad. Se trata de salir de la trampa de la pobreza, no de redistribuir la riqueza como el bandido romantizado Robin Hood, sino de generar cada vez más riqueza para erradicar la pobreza.
Creer que la solución es quitarles a los ricos para darles a los pobres es la más estúpida de las ideas, utilizada por mediocres manipuladores que se alimentan de la envidia y la frustración para llegar o mantenerse en el al poder.
La pregunta que surge es: ¿cuál es el elixir que impulsa a los agentes de un mercado, en ejercicio de su libertad, para maximizar la utilidad social y económica? Pues el ánimo de lucro. La idea de enriquecerse, ya sea a través del comercio, la industria, la prestación de servicios o el trabajo, es lo que mueve al mundo. El mercado premia el éxito, y el ánimo de lucro es la gasolina que alimenta el esfuerzo personal para alcanzarlo, recompensado con el precio que paga el mercado por la utilidad de los productos y servicios que ofrecen los agentes. Sin ánimo de lucro, no hay progreso ni bienestar.
Y no se trata de un ánimo de lucro desaforado, ilegal y sin regulación alguna. El ánimo de lucro exige compostura y recato hacia el mercado y la contraparte, lo que en derecho se regula mediante las prácticas restrictivas de la competencia y la buena fe. Así, su majestad el ánimo de lucro no puede ser condenado, sino glorificado, y cualquier ideología política que lo haga, como el comunismo y el progresismo, está destinada al fracaso.