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La relación entre un gobierno y sus ciudadanos es fundamental para el buen funcionamiento de una sociedad democrática. Sin embargo, cuando un gobierno se muestra indiferente ante las demandas y preocupaciones de la ciudadanía, se crea un peligroso desequilibrio que puede socavar los cimientos de la gobernabilidad. Tal es el caso de Colombia, donde recientemente más de 90.000 personas salieron a las calles para manifestar su descontento con la forma de gobierno. Lamentablemente, estas protestas fueron objeto de burla por diferentes congresistas de la bancada de Gobierno e incluso por el mismo Presidente.
En buena medida fruto de las marchas, se hundieron dos proyectos: el de la marihuana y el de la reforma laboral. Los congresistas, conscientes de las elecciones cercanas, son muy sensibles al clamor popular y rápidamente comenzaron a alinearse con el Gobierno, quien hace oídos sordos a las protestas, y su imagen negativa aumenta a más de 60% según las últimas encuestas.
Históricamente, en Colombia se ha observado una tendencia en la cual el Congreso funciona de manera más fluida y efectiva cuando el Presidente cuenta con altos niveles de popularidad. Los congresistas que se alinean ganan reconocimiento y salen favorecidos en las futuras elecciones, como ocurrió durante los gobiernos de Uribe y los primeros de Santos.
Sin embargo, cuando la popularidad del Presidente disminuye, el Congreso se convierte en un escenario más complejo y polarizado. En este contexto, los legisladores se vuelven más reacios a aprobar reformas propuestas por el ejecutivo, temiendo que el respaldo a medidas impopulares pueda afectar su propia imagen y posibilidades de reelección. Además, la asignación de cuotas burocráticas a legisladores, como una forma de favorecer a sus bases políticas o a determinados grupos de interés, también influye en el comportamiento y las decisiones de los congresistas, quienes suelen priorizar sus intereses políticos y personales por encima del bienestar general de la población.
La negativa a ceder, la falta de disposición para escuchar y buscar consensos solo contribuye a aumentar la polarización y perpetuar el estancamiento político. De seguir así, descalificando a las mayorías e imponiendo su agenda sin resultados, no habrá reformas y serán años de confrontación en las calles y el Congreso.
No ha pasado ni un año desde el inicio del Gobierno y los temores de campaña comienzan a cumplirse. El tono amenazador aumenta, los ministros no dialogan y los congresistas de gobierno se burlan, incluso cuando ellos mismos hacían críticas similares al anterior mandatario. La capacidad de escucha requiere dejar de lado el orgullo y rodearse de personas que aterricen en la realidad, no de comités de aplausos.
Las marchas multitudinarias representaron un claro llamado de atención y reflejan una creciente insatisfacción y desconfianza en las políticas y en el liderazgo del Presidente. Las demandas expresadas no eran aisladas ni insignificantes, sino que surgían de un amplio sector de la sociedad que anhela cambios y mejoras en la forma en que se les gobierna. Sus voces aun no son tomadas en serio pero la insatisfacción aumenta y ya el Congreso da las primeras campanadas de alerta.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente