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Analistas 25/07/2025

Entre irse y resistir

Juan Manuel Nieves R.
Estudiante de Comunicación Política
JUAN MANUEL NIEVES
La República Más

Una amiga lleva semanas revisando ofertas laborales en el extranjero. Esta semana, me confesó que había postulado para un cargo en Panamá. Está cansada, cansada de vivir con miedo, de la violencia que no cesa, de un país que parece caminar sin rumbo y de un sistema político donde el cambio, en vez de esperanza, produce zozobra. “Cada cuatro años me dan ganas de irme”, me dijo. Y no es la única.

En Colombia se ha vuelto frecuente que, con cada ciclo electoral, muchos ciudadanos -en especial los más informados o críticos- se enfrenten a una angustia existencial: quedarse a resistir o buscar un futuro en otro lugar; Según cifras de Migración Colombia y el Dane, entre 2020 y 2023 salieron del país más de un millón de colombianos con vocación de permanencia, tan solo en 2023, la Cancillería reportó un aumento de 20% en solicitudes de visas para países como Estados Unidos y Canadá. Cada vez son más los que miran al exterior no como un sueño, sino como una necesidad.

Quienes se van, en muchos casos, encajan en dos perfiles extremos. Están aquellos que no tienen nada que perder: jóvenes sin oportunidades, familias vulnerables, profesionales agotados por años de frustración laboral y social. Se lanzan al abismo de la incertidumbre porque cualquier cosa es mejor que el estancamiento. Van con lo puesto, con ilusiones que a veces se rompen contra muros migratorios, informalidad o explotación. Pero también están los otros: quienes tienen suficiente capital económico y cultural para comenzar una nueva vida con dignidad; pagan asesorías migratorias, compran propiedades, matriculan a sus hijos en colegios bilingües en el extranjero, montan negocios en Costa Rica o Estados Unidos, y reescriben su historia.

Sin embargo, entre esos dos extremos queda una amplia mayoría: la clase trabajadora, la clase media. Aquellos que pagan impuestos, que sostienen el aparato productivo del país, que hacen fila en la EPS, que no tienen los medios para emigrar legalmente, pero tampoco el arrojo para hacerlo sin garantías. Son los que deben seguir aquí, anclados a Colombia, no por decisión sino por realidad. A pesar de sus deseos, de sus ganas de darle un mejor futuro a sus hijos, de su fatiga con la corrupción o la violencia, deben seguir construyendo país desde adentro; Y eso no los hace menos valientes. Todo lo contrario.

Irse del país tiene ventajas innegables, para muchos, significa seguridad, oportunidades reales de ascenso social, instituciones que funcionan y gobiernos que, aunque imperfectos, no comprometen la estabilidad democrática cada semana. Vivir fuera también permite observar con más claridad los problemas de Colombia, apreciar su riqueza humana y natural, pero también ser más crítico con sus carencias.

Sin embargo, emigrar también implica rupturas dolorosas. La soledad, el desarraigo; La nostalgia que no se cura con videollamadas, el idioma, las costumbres, la comida. La distancia de los afectos y de las luchas propias. Por eso, cada vez que un colombiano decide irse, es porque la esperanza aquí está muy rota.

Y lo más triste es que muchas veces no es un conflicto armado o una crisis económica lo que precipita esa decisión, sino algo más difuso: el temor de que nada cambie, el miedo de que las elecciones sean otra farsa, de que los que están se queden, o peor aún, que vengan otros peores; Cada elección se vive como un ultimátum moral.

Mi amiga aún no sabe si se quedará o se irá; Cada cuatro años, muchos se preguntan lo mismo, porque en este país, vivir con esperanza también se ha vuelto un acto de resistencia; Pero mientras esa pregunta siga vigente, significa que todavía estamos buscando cómo salvar algo. Aunque sea desde lejos.

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