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El artículo 333 constitucional proscribió cualquier límite a la actividad económica y a la iniciativa privada diferentes al bien común y a la ley, pero dejó la puerta abierta al alcance del medio ambiente cuando así lo necesite. En virtud de dicha excepción, el Gobierno Nacional, en cumplimiento de la agenda 2030, suscribió en 2019 el Acuerdo de Escazú, que hoy aguarda su trámite de ratificación en el Congreso.
El pedido del Gobierno no es menor, pues el debate jurídico propone la ponderación de derechos que conviven en un mismo artículo, el 333 de la Carta Política. De ahí que la pugna entre medio ambiente y la libre empresa deberá ser sorteada por el alcance del concepto del desarrollo sostenible en su marco constitucional, pero en la definición de dicho concepto no deberá ser tan excesiva la carga para la autonomía de la voluntad, que termine por desincentivar la inversión y la iniciativa privada, convirtiéndolo en “desarrollo insostenible”.
Es desafortunado que, por asuntos de arquitectura jurídica, el Decreto 2897 de 2010, que obliga a que los ministerios y otras entidades adscritas al Estado, sometan la regulación que pueda afectar la libre competencia en los mercados nacionales, a un concepto previo de la SIC, so pena de nulidad, no aplique frente a los tratados internacionales.
Sin embargo, al menos la intervención de la Autoridad de Competencia sería deseable en el caso Escazú, pues no parecería completo el trámite de ratificación en el congreso, sin el análisis de la entidad, que como organismo técnico guiaría respecto a su posible impacto sobre la autonomía de la voluntad y la salud del aparato productivo nacional, y que advierta de las posibles fallas que pudiese generar en los mercados su implementación.
En igual sentido, se extraña del texto del acuerdo la consideración a la libertad económica, como motor del desarrollo que se procura, pues siendo la ley uno de sus límites, al menos ha debido de considerarla para ilustrarla. En cambio, solo se leen del texto, la derogatoria de normas nacionales que le contravengan, favorecimientos a grupos y organizaciones ya favorecidos, intenciones de integración global, delegación de competencias judiciales a cortes extranjeras, e inversión de la carga de la prueba y aportes dinámicos de la misma, que elevan los costos transaccionales de operar en los mercados. Pero reitero, a la empresa poco caso más que para advertirle de sus obligaciones sin detenerse en la motivación de sus adicionales limitaciones, y de la justificación de las mismas. Así, reitero, sea la recomendación invitar al debate en el congreso a la SIC, para que rinda concepto técnico respecto a lo anticompetitivo o no, de ratificar Escazú.
Así mismo, sano resultaría al bienestar de los consumidores que frente a la ratificación del Acuerdo de Escazú en el Congreso se discutiera si: a) limitaría la libertad de las empresas para escoger sus procesos de producción o formas de economía industrial, b) limitaría las fuentes de suministro, c) limitaría el número de competidores en un mercado, d) limitaría la capacidad de las empresas para competir, e) reduciría incentivos para competir, f) crearía barreras geográficas a la libre circulación de bienes o servicios o a la inversión, g) incremento de forma significativa de los costos, h) o si controlaría o influiría sustancialmente sobre los precios o servicios, o el nivel de producción, entre otras.
La fiebre verde que por estos días contagia a los reguladores globales, no debería botar las llaves del desarrollo al mar, y por eso, primero deberíamos hablar de la libertad de empresa, de actividad económica, de libre competencia, y después si resultase racional, ratificar Escazú.
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