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Volver a clase siempre tiene algo de ritual. Aunque ya llevo más de dos años en la universidad, en cada inicio de semestre vuelvo a sentir la misma ilusión que tenía en el colegio cuando iniciaba un año escolar. Esa emoción de estrenar cuadernos, conocer personas nuevas, empezar todo “desde ceros”. Una sensación extraordinaria de querer ‘comerse el mundo’.
Y aunque me gustaría pensar que es una sensación común en mi generación, no es así. Según el último informe de la Asociación Colombiana de Universidades, tan solo cinco de cada diez bachilleres acceden a la educación superior. Sin embargo, según datos del Snies, apenas el 18% de los matriculados logra graduarse. Lo anterior sugiere, entre otras cosas, que graduarse de una institución de educación superior resulta un privilegio.
Se me ocurren tres causas. Primero, el acceso a la educación superior sigue siendo costoso, y aunque la mayoría de estudiantes opten por pedir un préstamo, el panorama actual no es el mejor. Las promesas incumplidas del Gobierno tienen a 130.000 jóvenes -de estratos 1 y 2- enfrentando alzas de hasta 93% en sus créditos. Petro les prometió condonarles la deuda, pero, como raro, les incumplió. Con este panorama: ¿quién se anima a endeudarse para estudiar?
Segundo, el sistema educativo parece detenido en el siglo pasado. Los jóvenes reclamamos programas más flexibles, cortos y actualizados. No es posible que veamos semestres completos que incluyen materias de “relleno” que no aportan a la carrera y que, aun así, sean requisito para graduarnos.
Tampoco es posible que, en la mayoría de casos, se dejen de lado las habilidades que sí necesitamos para sobrevivir al futuro mercado laboral, como aprender programación y tecnología. Si los planes educativos no cumplen con nuestras expectativas, ¿para qué seguir estudiándolos?
Tercero, hay jóvenes que interrumpen sus estudios para empezar a trabajar; y aunque en algunos casos es por gusto, en la mayoría es por necesidad. Somos muchos los que estudiamos y trabajamos al mismo tiempo -se estima que cerca de 30% de los estudiantes- y aun así, las universidades rara vez ofrecen la flexibilidad necesaria. Yo misma, el semestre pasado, tuve que lidiar con choques entre mis horarios laborales y exámenes; y para mi sorpresa, en mi universidad las excusas laborales no son válidas. Con esas dificultades, ¿quién puede trabajar al mismo tiempo?
Pero hay una cifra peor: tres de cada 10 jóvenes no estudian ni trabajan. Su caso es dramático. No sólo afrontan lo anteriormente expuesto, sino que además se encuentran ante un mercado laboral cada vez más rígido, donde la contratación es más costosa y, por ende, más difícil que alguna empresa los contrate formalmente.
La tarea es clara: que los políticos dejen de obstaculizar con promesas vacías y que las universidades se adapten a la realidad del mercado y a las necesidades de los jóvenes. De lo contrario, volver a la universidad seguirá siendo cada vez más el privilegio de unos pocos.