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Tribuna Universitaria 08/06/2023

La Colombia de mi abuelo

Martín Pinzón Lemos
Estudiante de Comunicación Social y Periodismo U. de la Sabana

Hace pocos días falleció mi abuelo. La última vez que hablamos me preguntó: “¿Cuándo va a volver a escribir?” Lo que ninguno de los dos sabía es que sería acerca de él. Sobre su Colombia. El país que vivió desde 1929 hasta las 10:50 a.m. del 22 de mayo de 2023. Él vivió casi un centenario de nuestra historia y es hoy un prisma para ver si hemos ‘cambiado’: palabra de moda en la política por algunas populistas… ¿o estadistas?

Campo Elías, mi abuelo, fue el único hombre de una familia de ocho hermanos. El censo nacional, en 1928, contó casi 8 millones en todo el país. Hoy Bogotá tiene más ciudadanos. La vida era tranquila. Sólo la radio podía interrumpir el silencio para las radionovelas, los tangos o las noticias de una hegemonía conservadora que se desmoronó en 1930 con el triunfo de Olaya Herrera.

Mi abuelo odiaba la política. A su padre, conservador y político, lo dejaron sin trabajo por diez años por su pensamiento. Casi les queman la casa en el Bogotazo, de no ser porque un vecino era liberal que ponía en riesgo también su casa. Ellos se escondieron en un colegio. Si los hubieran encontrado aquel 9 de abril, ni este espacio, ni esta familia ni esta historia existirían. Por fortuna, no los hallaron.

El abuelo no pudo terminar el colegio. Salió del San Bartolomé en segundo de bachillerato y estudiaba empíricamente o por correspondencia. Así, aprendió a nadar o a realizar conversiones a las máquinas, debido a sus lecturas sobre ingenierías. Él quiso ser abogado, pero no había dinero. Decidió entrar a la Policía Nacional en la época de La Violencia.

Por encima de su filiación política, siempre fue conciliador. Ocurrió, en la dictadura de Rojas Pinilla, que él fue elegido alcalde militar de Armero, Tolima. El bar de los liberales quedaba al frente del conservador en la calle principal. Él fue invitado por ambos bandos a darles rienda suelta. No cedió. Protegió la vida cuando era más popular morir por ideologías. Incluso, prohibió las ruanas para que no pudieran ocultar las armas. Esa fue una de sus últimas andadas antes de casarse y retirarse de la fuerza pública. Campitos, como le decíamos de cariño, vivió gran parte de su vida en Bogotá.

Él coqueteaba desde San Francisco hasta la Catedral con el popular “Ala” de los cuarenta. Crió a sus hijos en los 70 y 80, cuándo la violencia migró a la ciudad. Leyó todos los manuales y códigos para poder gestionar sus negocios y cobrar a sus acreedores. Se sabía leyes de memoria, como el manual de propiedad horizontal que recitaba aún con 93 años.

Sobra decir que hemos cambiado. La intolerancia estaba por doquier, afectaba los ingresos de la gente y la ideología reinante definía el éxito profesional. Hoy vemos que no es así. Eso era impensado hace unas décadas. Ahora bien, no nos dejemos llenar de crispación. La vida no se puede dividir por colores, partidos y corrientes. No despedacemos un país por pensar distinto.

Esto, a propósito, hay que rescatárselo a la oposición actual. Las marchas, en paz; los movimientos, en el Congreso; la política, en estado puro. No hace falta pasar a la agresión para manifestar rechazo. Esa actitud, diligente, pero respetuosa es la necesaria para una democracia.

Sin embargo, esta reflexión no merece opacar una lección más valiosa. Quienes han construido esta República han vivido toda clase de tragedias, pero la esperanza siempre prevalece. No la perdamos ahora. La inflación sube, las masacres se disparan y las noticias pintan escenas apocalípticas: es cierto. No obstante, veámonos nosotros, los colombianos, como quienes, contra vientos de bala y mareas de sangre, queremos y seguimos construyendo con sacrificio y esperanza, tal como lo hizo mi abuelo.

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