.
Tribuna Universitaria 09/05/2025

Una moneda y una mirada

Juan Manuel Nieves R.
Estudiante de Comunicación Política
JUAN MANUEL NIEVES

Desde que existen las ciudades, existen los mendigos. Allí donde hay aglomeración de seres humanos, inevitablemente hay quienes están al margen; En las civilizaciones antiguas -de Babilonia a Roma- ya se hablaba de la presencia de quienes, por vejez, enfermedad o desgracia, se veían reducidos a depender de la caridad pública; En muchas culturas, la limosna no era sólo un acto piadoso, sino una obligación religiosa: el judaísmo, el cristianismo y el islam la incluyen dentro de sus prácticas fundamentales.

Con la modernidad y el surgimiento del Estado asistencial, se esperaba que la pobreza pudiera gestionarse de forma técnica, mediante programas sociales. Pero ni el progreso económico ni las políticas públicas han erradicado la miseria. Hoy, en pleno siglo XXI, las ciudades latinoamericanas están plagadas de figuras que piden una moneda en el semáforo, en las aceras, o en los sistemas de transporte público. Algunos son vendedores informales que alternan el oficio con la súplica, otros claramente viven en situación de calle, otros cargan con niños para despertar compasión.

En Colombia, según cifras del Dane, cerca de 5 millones de personas viven en pobreza extrema, es decir, no alcanzan a cubrir ni siquiera el mínimo de calorías necesarias para sobrevivir; De ellos, una fracción no menor recurre a la mendicidad directa. La migración venezolana ha acrecentado el fenómeno: familias enteras piden ayuda en las calles, y lo hacen sin rodeos. El país, a pesar de tener programas de ayuda social, no logra responder con eficacia a una necesidad que es tan antigua como persistente.

¿Debe uno dar limosna? ¿No es mejor canalizar la ayuda por fundaciones, instituciones, iglesias? ¿No se corre el riesgo de alimentar un círculo vicioso, o incluso de financiar vicios como el alcohol o las drogas?

La respuesta no es sencilla. Un amigo libertario me dijo alguna vez que daba limosna por gusto: “así no me siguen, me dejan en paz”, me confesó. Otros lo hacen por miedo, como un salvoconducto contra una posible agresión. Y hay quienes simplemente no dan: por fastidio o por desconfianza; Pero también están los que, movidos por la compasión o la fe, deciden ayudar.

Recuerdo un libro de un sacerdote que afirmaba algo provocador: si el mendigo empieza diciendo “en nombre de Dios”, hay que darle algo; y si responde con una bendición, entonces hay que agradecerle. Porque en ese gesto, aunque mínimo, uno ofrece algo material, y el mendigo, en su única forma de agradecer, responde con un regalo para el alma.

Detrás de cada mano extendida hay una historia. Algunos vienen de hogares rotos, otros de desplazamientos forzados, otros de fracasos personales. No todos quieren estar ahí, no todos eligen esa vida. Algunos sí, por comodidad o por dependencia, incluso hay mafias. Pero también hay hambre, frío, dignidad. Y eso ya basta para que uno no cierre del todo el corazón.

Dar una moneda no resolverá el problema estructural de la pobreza, pero puede significar un pequeño alivio, un instante de humanidad; No se trata de romantizar la mendicidad ni de hacernos sentir héroes por un billete de $2.000. Se trata de no endurecernos. Porque el gran peligro no es la presencia del mendigo, sino la ausencia de compasión.

Si dejamos de ver al otro como persona, si convertimos la pobreza en paisaje indiferente, algo muere también en nosotros. No siempre sabremos si fue la mejor decisión o si el dinero terminó malgastado, pero al menos, por un momento, habremos reconocido a otro ser humano, y eso, en un mundo que nos empuja al egoísmo y al apuro, ya es un acto revolucionario.

Conozca los beneficios exclusivos para
nuestros suscriptores

ACCEDA YA SUSCRÍBASE YA