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En el número 8777 de Collins Avenue estaba situada la torre Champlain de Surfside, que colapsó en la madrugada del jueves pasado por motivos que aún están por aclarar y que, a juzgar por la intensidad de su cobertura en los medios nacionales, parece tener mayor relevancia más que los 4.744 colombianos muertos que deja la pandemia en la última semana. Una de las muchas hipótesis sobre la causa del desplome indica que la sal marina presente en la arena que se usó para construir el edificio hace 40 años pudo haber carcomido el esqueleto de hierro que lo sostenía, haciendo que sus muros se desmoronaran.
La tragedia ocurrida en el sur de la Florida parece una triste alegoría de lo que está sucediendo en las sociedades de América Latina. La elección, hace tres años, del tosco capitán Jair Bolsonaro como cabeza de la economía más grande de Suramérica; el triunfo en 2019 del enigmático Nayib Bukele en El Salvador o la muy probable proclamación del ignorantísimo señor Pedro Castillo como jefe del Estado peruano ─cuya permanencia en el cargo, intuyo, no será significativamente superior al período presidencial de nuestro procurador Clímaco Calderón en 1882─ son todos síntomas de la corrosión de las estructuras que soportan nuestras frágiles democracias, y esto es el resultado del hastío de los ciudadanos con unos gobernantes que se quedan cortos en su capacidad de timonear las naves a su cargo. Estamos padeciendo la enfermedad de los liderazgos exiguos.
Colombia no escapa de esta afección regional y prueba de ello es la antología de sinsentidos que acumulamos desde el pasado 28 de abril como consecuencia de la ceguera y sordera de nuestros gobernantes: unos manifestantes indignados que, abusando del derecho a la protesta, apelan a la paradoja de la destrucción para construir; unos cuerpos de policía que reaccionan desproporcionadamente ante los ataques de algunos violentos; unos políticos que aprovechan (o promueven, o fomentan, o financian) el desorden para posicionarse como adalides del progresismo; unos líderes sindicales que explotan a sus organizaciones para catapultarse en el mundo de la politiquería; unos medios sesgados que solo ven una cara de la moneda y un Comité del Paro que no representa a casi nadie y que pretende negociar con base en las discutibles agendas individuales de sus integrantes. Los lamentables resultados de este absurdo están a la vista en un espantoso collage de vidas perdidas, personas desaparecidas, bienes públicos y particulares destrozados, quiebra de pequeños negocios, aumento de la pobreza, propagación descontrolada del virus, radicalización, eufemismos y paños de agua tibia.
No es difícil identificar el libreto estándar de estos caudillos que cautivan tan fácilmente a la gente. Suelen presentarse como abanderados del cambio; evaden sus compromisos responsabilizando a otros; prometen, contra toda lógica, conseguir resultados milagrosos; se rodean de áulicos menores para mantener su protagonismo e hipnotizan a su audiencia con discursos surrealistas y mesiánicos.
De vuelta a la metáfora de la tragedia ocurrida en el condado de Miami-Dade, parece conveniente reflexionar sobre el colapso del edificio como una oportunidad para hacer tabula rasa y desarrollar un barrio renovado dirigido por líderes aptos y capaces. Nuestra responsabilidad consiste en elegirlos mirando hacia el futuro, no reaccionando al pasado.