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Analistas 28/03/2020

Nuestro medio ambiente

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

La historia ambiental de Colombia está llena de paradojas. Se honró al hacha, herramienta para tumbar árboles y arbustos con el fin de ampliar la frontera agrícola y ganadera; incluso la ley de tierras - Ley 200 de 1936 - exigió evidencia de haber deforestado como argumento para la adjudicación de baldíos. En contraste, desde la posguerra el país se orientó a la generación eléctrica con soluciones hidráulicas de dimensión moderada; este patrón se conservó hasta hace pocos años, cuando se ejecutaron Guavio, y después Sogamoso e Ituango, de mayor envergadura e impacto más complejo. La pobreza del país en la primera mitad del siglo veinte, consecuencia de las guerras civiles del diecinueve y la de los mil días, dilató la vinculación del automóvil a la vida nacional y la construcción de carreteras: Colombia se demoró en integrarse y aún hoy solo 20% de la población tiene vehículo propio.

El asunto ambiental se abordó desde la perspectiva institucional con la creación del Instituto de Recursos Naturales en la administración de Carlos Lleras Restrepo. En 1974 se expidió el Decreto Ley 2811, pero solo en 1993 se creó el Ministerio del Medio Ambiente, en la Ley 99, que institucionalizó un ordenamiento absurdo, con excesiva autonomía para autoridades autónomas con cobertura departamental, cuyos problemas de gobierno corporativo las inclinan a conductas con propósitos políticos, en desmedro evidente de la eficacia. La creación de la Agencia Nacional de Licencias Ambientales, adscrita al Ministerio como parte del aparato nacional, aumentó la complejidad del sistema, con evidente riesgo de conflicto de intereses: los grandes proyectos mineros tienen impacto ambiental local y regional pero benefician a las finanzas del gobierno central.

Colombia no puede seguir ajena al más importante problema del planeta: la viabilidad ambiental. La tarea es heroica, pues el territorio nacional es montañoso o selvático en proporción muy importante y sus pobladores requieren vías terciarias. Si se reordenara el esquema político para impulsar el desarrollo integral la tarea sería más fácil, pues en el proceso se haría notoria la deficiencia de lo existente en lo relacionado con la preservación del medio ambiente; esto no es muy probable en el corto plazo. Mientras tanto, ocurren cosas inaceptables, como la construcción de la vía a Nuquí, Chocó, que cruza el valle del río San Juan y la serranía del Baudó, entornos de gran biodiversidad y muy frágiles.

Afloran problemas, como el otorgamiento de la licencia a Anglo Gold Ashanti para la minería de oro en Jericó, pese a los interrogantes sobre perspectivas de futuro para la comunidad, o la aspiración de extraer hidrocarburos cerca de páramos, como si la delimitación formal fuera reflejo de división radical entre lo que se debe proteger y lo que se puede aprovechar. La organización centralista del país conspira contra la protección efectiva del medio ambiente, como contra muchos otros propósitos importantes, pero no se reconoce. Por el contrario, cada día se robustece más la concentración de las decisiones públicas y privadas en la capital. Ello se refleja en el lenguaje de las burocracias, quienes hablan de los territorios como la superficie del país entero menos la de Bogotá y, en algún grado, la de Medellín y su periferia. El desarrollo sostenible exige autonomía de cada ciudad región para escoger vocación.

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