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Analistas 17/09/2022

Gobierno y oposición

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

Gobernar conlleva establecer reglas, cumplirlas y hacerlas cumplir. Desde la revolución gloriosa de Gran Bretaña (1689) los sistemas políticos modernos maduros valoran la controversia. Ella enriquece el análisis de situaciones específicas, mejora las decisiones y reduce el riesgo de tiranías. En Colombia, tras las guerras civiles del siglo 19, se enfrentaron propuestas liberales, con preferencia por las libertades individuales, y conservadoras, más inclinadas a prácticas consistentes con la doctrina social de la iglesia de Roma.

La constitución conservadora de 1886 se transformó en liberal en 1936. La confrontación secular desembocó en guerra civil desde 1948 hasta finales de los 50. Los partidos convinieron alternarse en el poder para poner fin a la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, con transición en manos de una junta militar moderada. El país se transformó en sociedad urbana, y la población rural se convirtió en minoría en desventaja.

La alianza entre los partidos, pactada desde 1958 hasta 1974, se mantuvo en la práctica hasta 1986. El gobierno de Virgilio Barco impulsó la discusión de diferencias, pero el contexto, turbado por la violencia del narcotráfico, no facilitó la continuidad institucional. En 1991 se hizo una nueva constitución, que reemplazó la liberal, tecnocrática y centralista de Carlos Lleras (1968). El cambio tuvo efectos nocivos para el ordenamiento de propuestas, pues los partidos en la práctica desaparecieron. Ha habido dos intentos de revivirlos desde entonces, pero la proporción de votos, de 3%, requerida para participar en el legislador es muy baja, la financiación de campañas políticas corresponde a cada aspirante en la práctica, y las propuestas en procesos electorales se divulgan mediante herramientas de mercadeo comercial, sin consistencia y respaldo serio. Ya se atisban pactos para repartir el botín de los próximos cuatro años.

Los procesos públicos, que habían avanzado a través de procesos tortuosos desde 1936, se degradaron, pese a los magníficos propósitos de la Carta de 1991. En la práctica, se entiende por oposición en Colombia hoy la práctica de hacer discursos para cuestionar la gestión y las propuestas del gobierno de turno, pero no hay contrapropuestas serias, ni sentido crítico verdadero: por el contrario, se acepta que a todo tema importante se le asigne un ministerio, sin tener en cuenta que es muy difícil administrar, en lo público o en lo privado, con un equipo de más de 10 a 12 subalternos: la proliferación hace imposible la coordinación. No se cuestiona la desarticulación entre gobierno central y municipios. Cada nuevo presidente promete cambios, pero todos actúan como si las instituciones existentes fueran adecuadas, y no se hacen propuestas efectivas para cumplir la tarea de construir el Estado Social de Derecho. Así las cosas, la corrupción campea porque la Carta la impulsa, el desorden impera y las perspectivas de crecimiento son muy modestas bajo las reglas vigentes, como indican los modelos macroeconómicos.

Está en juego hacer efectivo el monopolio de la fuerza en cabeza del Estado, enderezar los procesos públicos básicos, crecer el ingreso con rapidez para reducir la desigualdad, mejorar la educación y arreglar la geografía política. El espacio está abierto para propuestas acertadas con el fin de que la institucionalidad impulse objetivos serios y no desperdicie tantos recursos.

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