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Analistas 03/06/2023

El sentido de la vida

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

Este planeta es irrelevante en el universo en que existe. Alberga en su superficie entes organizados para procesar energía y acumular masa con mucho desperdicio, en despliegue de la química del carbono y el oxígeno. Esos entes tienen comienzo y fin, pero se reproducen antes de terminar su existencia individual activa, con sujeción al principio de la selección natural y las reglas de la genética, pero pueden mutar y fluctuar. Poco se sabe sobre el origen de esos procesos. Se entiende que las primeras manifestaciones de ciclo vital tuvieron cierta espontaneidad: resultaron de la interacción de radiación solar con moléculas conformadas por elementos producidos por reacciones de fusión. Las primeras proto bacterias no tenían mitocondrias. El aumento del contenido de oxígeno en la atmósfera facilitó los procesos vegetales.

Las formas complejas de vida consumen más energía que las simples en proporción al producto de su masa por el tiempo que duran, en forma individual y en el agregado. Los humanos dependemos de otras especies, vegetales y animales. Somos omnívoros. Hemos logrado aumentar la masa de nuestra especie y aprovechar de manera más eficiente la fotosíntesis para nutrirnos, pero nuestros avances implican perturbación a todas las demás formas vivas, cuya importancia en nuestra supervivencia es indiscutible. Esta problemática se ha acentuado por el aumento poblacional del último cuarto de milenio, en el cual nuestro número se multiplicó por diez.

Desde hace 70.000 años aproximadamente, logramos desarrollar capacidades para recapitular y extrapolar, lo cual permite explicar, planificar y evaluar. Hace 10.000 años comenzamos a hacer agricultura. La posibilidad de acumular inventarios y la necesidad de protegerlos nos llevó hace más de 8.000 años a instaurar modos de vida urbanos para minorías dedicadas a la guerra, la canalización de fuerzas trascendentales en beneficio general, y la producción de artesanías. Hace 2.000 años éramos unos 200 millones, hace 500 años unos 400 millones, hace 100 años éramos 1.600 millones y ahora somos casi 8.000 millones. Por supuesto, estos crecimientos son insostenibles: conviene no exceder mucho el número actual: seguir en aumento implicaría restricciones muy severas.

La población aspira a mejorar condiciones de vida individual. Derrotar la pobreza exige rupturas drásticas con las prácticas establecidas. Quizás la energía nuclear, como se pensó hace siete décadas, será el recurso idóneo para nuestro rescate como comunidad, y podremos sobrevivir y progresar muchos años más con mejor organización. Entre tanto, cada día es más difícil abordar el interrogante por el posible sentido de la vida a título individual: nos perderemos en la noche del olvido, sea nuestra conducta la que sea. La memoria de gigantes reconocidos en la tradición occidental, que conquistó y cambió al mundo, se diluirán en densas redes comunicativas. La misión de educar para que la descendencia exceda los logros de los padres luce cada día más difusa. En estética, el impacto de lo inmediato puede impedir el respeto por valores duraderos. En ética, la ausencia de acuerdos sobre reglas de convivencia puede promover el arbitrio, sin calcular consecuencias individuales y sociales. Más allá, algún día se apagará el sol y tal vez se extinguirá toda forma de vida. Mientras tanto, ahí vamos.

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