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El presidente Gustavo Petro volvió a escena con su monólogo favorito: las EPS. Esta vez, con más gráficos, más indignación moral y, cómo no, una cifra inflada: $100 billones de deuda acumulada del sistema de salud. ¿La fuente? Él mismo. ¿La metodología? Un salto triple mortal de inflación imaginaria. ¿El resultado? Un golpe de opinión sin respaldo técnico.
Empecemos por los hechos. La Contraloría General de la República -sí, el órgano de control fiscal, no un blog petrista- estima la deuda total de las EPS con clínicas y hospitales en $32,9 billones de pesos. Esa cifra, grave en sí misma, fue convertida por Petro en más de $100 billones, con el argumento de que se trata de pasivos históricos no ajustados a pesos constantes. Pero no presentó ni una tabla, ni un índice inflacionario, ni una curva actuarial. Solo palabras. En resumen: una inflación narrativa, no económica.
El presidente también aseguró que el Gobierno no le debe un peso a las EPS, que ha girado más de $87,9 billones a través de la Adres, mientras las EPS solo reportan haber recibido $85,2 billones. ¿El faltante de $2,7 billones? Según Petro, un desfalco. Según cualquier economista serio: un problema contable que exige auditoría, no alaridos. Las diferencias pueden explicarse por ajustes de cartera, glosas médicas, siniestralidad acumulada o incluso rezagos de facturación. Pero eso requiere técnicos, no tweets.
El momento más incendiario llegó con su arremetida contra el grupo Keralty, dueño de Sanitas. Petro lo llamó “criminal” y sugirió que debe irse del país. ¿Dónde están las pruebas? ¿Hay una sentencia judicial? ¿Una acusación formal? Nada. Solo el dedo acusador del presidente. Así no se gobierna un país. Así se espanta la inversión.
Peor aún: Petro defendió la intervención a Sanitas, aun cuando la Corte Constitucional revocó dicha medida por violación al debido proceso. Mientras los jueces advierten devastación institucional, él celebra su “eficacia”. ¿Eficacia para qué? ¿Para convertir el sistema de salud en un campo de ruinas?
La realidad es que el Gobierno lleva más de dos años intentando imponer una reforma que no pasa en el Congreso ni convence a los ciudadanos. La respuesta oficial es la misma de siempre: más gritos, más enemigos imaginarios, más datos sin sustento. Mientras tanto, crece el número de quejas por falta de medicamentos, las IPS cierran servicios, y el sistema se asfixia.
Pero lo más preocupante no es el tono, sino el fondo: el presidente usa cifras manipuladas para justificar una intervención generalizada del sistema, como si el país le hubiera dado un cheque en blanco. No lo tiene. Si quiere reformar la salud, debe empezar por hacer bien las cuentas, respetar las instituciones y hablar con los sectores que saben. No con el espejo.
El populismo sanitario es peligroso. Se disfraza de justicia, pero deja caos. Hace unas noches, Colombia no vio un plan de salud, sino un libreto político desesperado por crear una cortina de humo. La salud pública necesita soluciones, no discursos estridentes.
Si al presidente le interesa realmente el bienestar de los colombianos, que deje la retórica de guerra y se siente a construir con cifras reales, reglas claras y responsabilidad institucional. Porque el país no está para más funciones de circo.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente