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Las organizaciones, debilitadas en su capacidad de actuar con conciencia y pensamiento crítico, han normalizado las “bondades” de las nuevas tecnologías exponenciales sin aplicar un filtro adecuado. Esta búsqueda desenfrenada de mayor eficiencia conduce inevitablemente a la tentación de automatizar la mayor cantidad de procesos y, con ello, la eliminación masiva de puestos de trabajo.
Esta acción, si bien, en teoría, parece lógica a la luz de una crisis económica global y una competencia asimétrica con países con bajos costos de producción -lo que obliga a acciones para aumentar la productividad de los negocios-, las instituciones deberían modelar escenarios claros. Es crucial que definan dónde y cuándo adoptar tecnologías sin que esto se convierta en un efecto bumerán contra ellas.
Un ejemplo de esta tendencia es notorio en el servicio al cliente. Hoy circula una publicidad radial que advierte que la atención se hará “100% por un humano”, una promesa que unos años habría sonado absurda, pues ¿quién más nos atendería? Sin embargo, con el perfeccionamiento de los chatbots mediante la inteligencia artificial, estos sistemas se han convertido en la interfaz principal de entrada a muchas organizaciones.
Como agentes de servicio al cliente, los algoritmos operan bajo una lógica de guión y bucle, respondiendo a las necesidades de usuarios -a menudo con urgencias vitales- de manera rígida e ineficiente, sin ningún tacto o discernimiento humano.
Sin percatarse, esta carrera por la eficiencia está empujando a las organizaciones hacia una profunda deshumanización del servicio y, con ello, a una pérdida paulatina de su ADN organizacional.
Este “espíritu” distintivo que a menudo es desestimado por muchos CEO, pero que es, sin ninguna duda, la verdadera fortaleza que ha permitido a muchas organizaciones mantener su liderazgo y relevancia inalterados a lo largo del tiempo.
El advenimiento de la inteligencia artificial presenta dos caminos divergentes: el primero, claramente indeseable, es el del control total de las máquinas sobre todas las decisiones humanas; el segundo, y más esperado, es aquel donde las máquinas potencian al ser humano, asumiendo tareas dispendiosas o peligrosas.
Si se elige esta última ruta, la verdadera ventaja competitiva para las organizaciones no radicará en tener máquinas entrenadas para interactuar con los clientes, sino en contar con personas de carne y hueso: empáticas, con capacidad de leer el entorno y de actuar de forma crítica y flexible según los escenarios que se presenten.
En contraposición a la actual dependencia del big data -a menudo incompleto o sesgado-, la resiliencia organizacional exige la creación de espacios fuertes de discusión humana y prospectiva. Es crucial modelar escenarios futuros que no se basen únicamente en algoritmos, sino en deliberaciones profundas que analicen qué es aquello que verdaderamente es necesario para el hombre.
Como bien lo plantea Yuval Noah Harari: “En un mundo inundado de información irrelevante, la claridad es poder.” Por tanto, la claridad sobre las necesidades humanas fundamentales, y no solo la eficiencia técnica, debe guiar las decisiones estratégicas y la adopción de la tecnología.
Muchas de las grandes empresas, especialmente las que contratan con el Estado, siguen creyendo que sus problemas se solucionan haciendo lobby individual y fletando parlamentarios para las elecciones venideras