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Manuel Arias Maldonado, profesor de la Universidad de Málaga, en su reciente columna de El País hace una sobresaliente explicación de la posverdad. Empieza citando una caricatura de David Sipress, en The New Yorker que, como las muchas de Julio César González, “Matador”, en Colombia, representa la posverdad con una escena jocosa. Ver al exprocurador Alejandro Ordóñez escribiendo de rodillas una pancarta que dice “estamos con la corrupción”, mientras el hoy senador y expresidente Uribe le aclara que no es “con” sino “contra”, muestra cómo el sinsentido de la posverdad erosiona el debate público.
Pero no se trata solo de pecadores tirando piedras, el mismo Matador escenifica a Trump -en un infierno en llamas- negando el calentamiento global. En palabras de Maldonado, lo factual perdió valor persuasivo en el debate público. No es determinante en la configuración de lo que la gente cree. Hace casi tres años (20/05/14), me refería a la escurridiza lealtad que le tenemos a la palabra, enfatizaba en la forma como la pervertimos, la moralizamos, la encadenamos a perversos objetivos, utilizándola como testimonio de una justicia aparente. En ese escrito recordaba que los entendidos en análisis crítico del discurso estudian este tendencioso propósito, y revelan cómo se escogen y ordenan los adjetivos con el fin de exaltar emociones.
Citando a Hobbes, Maldonado encuentra esto posible en la radical duplicidad que tiene el lenguaje. Este puede hacer que “lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo honorable y lo deshonroso, aparezcan como mayores o menores de lo que verdaderamente son, y hacer que lo injusto parezca justo, según convenga al propósito de quien habla”.
Esta instrumentalización del lenguaje, de la palabra, encuentra, además, terreno fértil en el “ego totalitario” del receptor. Fundamentado en Anthony Greenwald, psicólogo social de la Universidad de Washington, Maldonado recuerda nuestra tendencia a rechazar la información que escapa a nuestra organización cognitiva. Racionalidad versus afectividad humana. Interiorizamos los hechos en “caliente” determinados por un razonamiento motivado -que no queremos enfriar- porque necesitaríamos “un costoso ejercicio de deliberación interior”, así, “la verdad no es más que un coste que no deseamos pagar”.
El éxito electoral de campañas fundadas en la posverdad durante el 2016, motivó varios de nuestros escritos, de ese y de este año. Destacamos que la desnaturalización de los hechos en la esfera pública, impactando las creencias de los ciudadanos, se extiende -como una patología viral- por lo que Maldonado denomina “digitalización de la conversación pública”. Él explica cómo las comunidades digitales nos empujan al acuerdo, pues, si bien las redes aíslan a los individuos, estos solo se comunican con quienes ya piensan como ellos, compartiendo información que ratifica sus creencias. El jurista norteamericano -también profesor- Cass Sunstein, destaca que “las redes sociales pueden operar como máquinas polarizadoras, porque ayudan a confirmar y, por tanto, amplificar los puntos de vista preexistentes”.
Así, para sanear el debate público, agravado por el efecto multiplicador de las redes y el de muchos medios de comunicación más preocupados por cuidar sus audiencias que su credibilidad, reasumamos el coste de la deliberación interior, de lo contrario no evadamos nuestra responsabilidad por convertirnos en caja de resonancia de lo que sabemos es falso.