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Analistas 09/07/2019

Es evidente

Carlos Ronderos
Consultor en Comercio y Negocios Internacionales

Nos corresponde a los economistas estudiar la economía subterránea. Siempre imaginé que esta era algo que se sucedía tras bambalinas, en lugares oscuros, sórdidos y encubiertos, donde las autoridades tenían pocas probabilidades de encontrarla. En Colombia fuimos testigos de esto gracias a naves sumergibles, pilotos avezados que en precarias avionetas y evadiendo radares transportan coca y hacen sofisticadas operaciones de lavado de dinero.
Mi sorpresa surge cuando en los noticieros y en todos los medios posibles descubro que la economía ilegal no es subterránea. Está a la vista de todos. Son cientos de miles de hectáreas sembradas en coca, y miles de retroexcavadoras dragando ríos y destrozando bosques, cientos de toneladas de cianuro regadas en kilómetros interminables. Se alcanza a ver desde el avión cuando se viaja en vuelos comerciales. Sucede en tiempos cortos de dos o tres años, sin que nadie se dé cuenta. Ni los más de 100.000 hombres de nuestro pie de fuerza, ni nuestro enorme y burocrático aparto estatal, ni nuestras frondosas instituciones de justicia, que controlan las actividades ilegales, se dan cuenta de lo que está pasando. De golpe descubren por algún informe de una agencia internacional que esto está sucediendo y con gran transcendencia anuncian a los medios que tenemos 100.000 hectáreas más de coca, que se han deforestado más de 100.000 hectáreas de bosques, y que se han ocupado otros miles de hectáreas en actividades mineras ilegales que depredan el medio ambiente.
Como en un república enajenada, discutimos cómo enfrentar el problema mientras crece a la vista de todos. Grandes operativos donde se destruyen cinco dragas y el consabido coronel dando parte de victoria. La eterna discusión sobre si fumigamos con glifosato o se exponemos soldados a que erradiquen con el riesgo de sus vidas. Y no se resuelve el tema que es de grandes y pequeñas dimensiones.
De grandes dimensiones porque allí se origina toda nuestra violencia, toda justificación para la sublevación arropada en la bandera de la revolución, todas las dolencias que padecen las poblaciones marginales y marginadas, todo el peso del conflicto. De pequeñas dimensiones porque se trata de un pequeño grupo que no puede pasar en el mejor de los cálculos de 25.000 personas. Veamos.
Si los que siembran coca son pequeños campesinos propietarios de cinco hectáreas promedio, estamos hablando de 20.000 familias campesinas (no creo) y si hablamos de la minera ilegal son aún menos personas (¿5.000?). ¿O sea que veinticinco mil personas tienen en jaque al país, tienen ciegas a las autoridades que no ven qué pasa mientras toda la institucionalidad se debate en disquisiciones decimonónicas acerca de cómo abordar el problema?, ¿No disque eran 15.000 los de la guerrilla y el país decidió afrontar el problema y logramos que se desmovilizaran. No podremos desmovilizar esos otros 20.000?
Lo cierto es que estos fenómenos se suceden con la complicidad de las instituciones. Con complicidad de miembros de la justicia, las fuerzas armadas, el Estado y la sociedad civil. No me imagino a unos agricultores ilegales tumbando árboles y sembrando productos prohibidos en el bosque Sherwoord en Inglaterra, sin que las autoridades inglesas se den cuenta.
La continuidad de la coca y la minería ilegal resulta ser una decisión de Estado, en la cual participan alcaldes, autoridades locales y grandes capos que bailan y hacen bailar a la sociedad al son de los miles de millones que se manejan. ¿Seremos capaces en una generación de aceptar esa realidad y cambiarla?

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