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Analistas 07/06/2018

Políticas no ambientales

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean

Cuando pensamos en las fuerzas responsables del cambio ambiental, reconocemos en las actividades humanas una de las fuerzas más importantes de los últimos milenios. No la única, pues las dinámicas del agua, el viento y la gea siguen activas. Combinadas con la biodiversidad, estas mantienen un ritmo de cambio e innovación persistente (evolución), solo que nosotros aceleramos o redireccionamos algunos de sus procesos a nuestro favor.

Toda la capacidad adaptativa se pone en juego en la definición de lo adecuado o pertinente en estas transformaciones, sea la construcción de hidroeléctricas o centrales eólicas, sea la producción de alimentos vía comunalismo campesino, agroindustria con precisión satelital o sistemas híbridos de todo tipo.

Fallan hoy día los criterios para juzgar adecuadamente la bondad de esas elecciones, pues los humanos somos relativamente miopes debido a las escalas de tiempo y espacio en las que existimos como personas, lo que nos dificulta entender los ciclos de los ecosistemas y las mejores formas de insertarnos en ellos, que por demás requiere acuerdos colectivos transgeneracionales.

Las decisiones de transformar o no un territorio con base en un proceso productivo o poblacional (obtención o transformación de un recurso, construcción de infraestructura o asentamientos) han sido tradicionalmente producto de políticas “no ambientales”, es decir, basadas en lógicas de optimización financiera, funcionalidad social o institucional, inclusive en perspectivas estéticas transplantadas: las ciudades y los modos de habitarlas a menudo se construyen como clones del hábitat humano propio de otros ecosistemas.

Eventualmente, los efectos negativos de esas decisiones se perciben con facilidad y se desarrollan salvaguardas o lineamientos de gestión ambiental para minimizar el deterioro que produce el desajuste cultural (malas prácticas) y aparecen las políticas ambientales, inicialmente como un tímido mecanismo de regulación, que avanza en tanto los experimentos de transformación de los ecosistemas producen señales. El problema es que estas señales tienden a llegar con un retraso considerable a las instancias tomadoras de decisión, limitando severamente la maniobrabilidad, algo que empeora con la mala educación, la corrupción, el dogmatismo.

En algunos casos y con el tiempo, los efectos negativos del cambio ambiental tienden a superar los beneficios inicialmente esperados y se presentan conflictos relativos a la distribución de los costos (algunos cuantificables financieramente, la mayoría no) cuando no se cumplieron las expectativas iniciales. Pasa dentro de todos los sectores: hay malas prácticas que persisten por la incapacidad de los actores de redireccionarlas a tiempo o por la dificultad de construir soluciones técnicas o sociales para superarlas (baja inversión en ciencia, por ejemplo).

La flexibilidad de muchos sistemas, sin embargo, permite diseñar transiciones: esas son las verdaderas políticas ambientales, que curiosamente, no provienen de un sector o una práctica normativa, sino de una perspectiva transversal de la construcción de bienestar desde todos los sectores, que salvo excepciones visionarias, se resisten a construirlas dado que en la estructura del Estado contemporáneo no fueron inicialmente dotadas con esa capacidad.

Para la próxima administración queda el reto de transformar las políticas no ambientales…

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