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Analistas 07/12/2022

Phalaenopsis

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean

De un tiempo para acá nos llenamos de orquídeas. Preciosas orquídeas que venden en las esquinas, que regalamos vivas para agradecer la amistad, celebrar un nacimiento, recordar un fallecido, para enamorar. Vienen en una macetica plástica, con uno o dos palitos largos que sostienen una exuberante espiga de flores que vamos descubriendo frágil a la vez que casi inmortal. Las hay blancas, rosadas, salmonadas, cada una más lujuriosa que la otra. Colombia, el país de las orquídeas, las celebra: se trata de un mercado emergente de millones de dólares. La noticia, un poco frustrante, es que no son colombianas. Tampoco nos las robaron, para culpar a alguien de su triunfo en las calles. Vale la pena contar algo de la historia.

Jose Jerónimo Triana, reconocido y solitario botánico colombiano del siglo 19, creía en la economía verde. Migró a París ante la falta de oportunidades en Colombia, y no alcanzó a ver su apellido ligado con las catleyas, las orquídeas más conocidas e insignia nacional (también de Venezuela, Panamá y Costa Rica), hasta hace poco las plantas vivas más comercializadas (hoy día se utiliza más por la industria cosmética). A finales del siglo 20 llegaron las Phalaenopsis (pronunciado falenopsis), un conjunto de especies de origen asiático que gracias a la competencia apasionada entre coleccionistas y viveros comerciales, especialmente holandeses, dominó, en menos de 40 años, el mercado planetario: se estima que en 2020 configuraron un 22% de “una torta que alcanza los US$ 5,152.1 Mn y se espera crezca a US$ 7,051.3 Mn para 2027“ (https: //www.alltheresearch.com /report/735/orchid-market).

Las orquídeas Phalaenopsis llegaron a este lugar luego de décadas de investigación, experimentos en invernaderos, convenios amigables y traiciones novelescas, favorecidas al final por las tecnologías del cultivo de tejidos y la estandarización de linajes y medidas de cuidado, que permiten movilizar miles de plantas en un pequeño paquete para hacerlas crecer localmente, lo cual, en conjunto con la protección intelectual de las innovaciones, creó un mercado global sin precedentes. Inversiones millonarias lograron que una planta de las selvas filipinas sobreviviera preciosa en un ventanal de Estocolmo, Houston o Cartagena.

La lección de las orquídeas asiáticas es clara: los recursos genéticos de una nación deben utilizarse bien y, con suficiente esfuerzo, pueden convertirse en productos interesantes para la economía de un país, generar empleo y además de producir felicidad, promover el interés en el cuidado de las plantas vivas y los ecosistemas de donde provienen. Colombia posee más de 4250 especies nativas de orquídeas, el país más rico del mundo, otro título retórico que solo se traduce en bienestar simbólico.

Si queremos hablar de bioeconomía y postextractivismo, el ejemplo de las Phalaenopsis es único. También Colombia es el segundo o tercer país más rico en palmas del planeta, según quien cuente, y en peces de agua dulce, donde el tráfico de ornamentales es ya una noticia vieja: la genética nacional, tan protegida por quienes con paranoia nos obligaron a prohibir su uso, ya está fuera de nuestro alcance y tendremos que comprarla en el futuro, a menos que de una vez por todas utilicemos los recursos de nuestras regalías petroleras y mineras en su desarrollo.

Si el proverbial chocolate suizo se está volviendo colombiano otra vez, no hay razón por la cual las orquídeas y toda nuestra diversidad no puedan ser la base de una economía globalizada y verde. Para la muestra, el botón, floral.

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