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Analistas 17/03/2016

Minería restaurativa

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Dado que la extracción de recursos no renovables es una actividad no sostenible, es decir, que no se proyecta a perpetuidad, el fin último de toda mina o emprendimiento minero es su cierre, que se prevé desde el mismo día en que la explotación comienza. El objetivo de la gestión ambiental es que el balance a la hora del cierre no deje pasivos en el territorio, para lo cual la restauración es una inversión persistente que hacen o deben hacer todos los proyectos mineros desde el primer día.

La minería, como actividad fundamental para la existencia de la sociedad tal como la conocemos (y que por ello aceptamos, con mayor o menor resignación), conlleva impactos ambientales que nos mueven a incidir políticamente en la forma en que se realiza. Construir sostenibilidad a partir de la minería implica garantizar que sus impactos no afectarán de manera negativa el bienestar de las generaciones futuras y se compensará adecuadamente a quienes sacrifiquen algo en el presente, bajo la premisa de que los beneficios colectivos (evaluados en su integridad, no solo financieramente) sobrepasan los costos y la sociedad hace una buena elección. En ese sentido, el debate es extenso en una sociedad democrática, pues existen perspectivas muy distintas del mecanismo de valoración de estos equilibrios, que en cualquier caso exigen una gigantesca responsabilidad a todos los actores de la cadena de valor minero. Por otra parte, para poder integrar la actividad a un modelo general de sostenibilidad se necesita más y mejor gobierno, y por ello los horizontes electorales, paradójicamente, juegan en contra, ratificando que para la economía y la ecología, la prioridad es garantizar niveles mínimos de estabilidad que no necesariamente provienen del ejecutivo.

Sin un buen esquema de gobernanza no hay nada que hablar acerca del impacto ambiental o la eventual soste- nibilidad de la actividad en un contexto más amplio: el caos social y ecológico derivado de la mala administración preceden su colapso, como se anuncia en Buriticá  (occidente de Antioquia) o en Vetas (Santander), recientemente lanzado a la ilegalidad por un fallo de la Corte Constitucional, que excluye la posibilidad de un régimen de transición.

Se puede renunciar como sociedad a la minería, algo que solo unos pocos ascetas pueden pretender, en la medida que coherentemente se sustraen por completo del beneficio, aparente para ellos, que produce. Se puede renunciar parcialmente, cuando una región o comunidad la rechaza masivamente, pero en general, la alternativa es gobernar la mina con criterio integral, para garantizar que toda explotación cumpla su destino: agotar el recurso, distribuir justamente la ganancia y compensar el daño ambiental inevitable. Este último aspecto es crucial, por cuanto debe entenderse como una actividad permanente que lleva a un cierre minero cuyas cuentas ambientales deben ser impecables, lo que obliga a pensar ética y regulatoriamente en el carácter restaurativo que desde el inicio debe contemplarse, para no acumular de manera impagable los pasivos ambientales que acabarán transferidos a terceros y se convertirán en “males públicos”.

La noción de una minería restaurativa implica una inversión probablemente más intensa y cuidadosa en innovación y buenas prácticas para afrontar los aspectos que el plan de manejo ambiental requiere, por cuanto insiste en no transferir, aplazar ni acumular ningún pasivo. El corolario es que, para restaurar, no se necesita minería, sino excelente minería.
 

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