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Analistas 29/06/2013

Enfermedades ecosistémicas

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Uno de los procesos más difíciles de percibir por los seres humanos son los cambios lentos propios de la estructura de las comunidades biológicas. Solo aquellas personas que están directa y contínuamente expuestos a la dinámica espontánea de los ecosistemas, como los pescadores artesanales, son capaces de notar la desaparición o aparición de nuevas especies de peces en sus redes y, con los años, de dar cuenta del establecimiento de tendencias en la composición de las capturas. El conocimiento adaptativo proviene de la capacidad de transformar esas señales en un modelo mental coherente del comportamiento de la naturaleza, el cual tiene el poder de guiar las decisiones de pesca. Extinciones e invasiones se hacen patentes en la vida económica de las comunidades rurales, pero resuenan poco en la del supermercado urbano.

 
En los pueblos más tradicionales, donde en las noches se acostumbra conversar sobre los eventos relevantes que deben ser tenidos en cuenta por la comunidad, la hoja de coca pulverizada y mezclada con cenizas de yarumo, “el mambe”, abre el pensamiento de quienes deben estar atentos a esas tenues variaciones ecológicas que pueden significar el advenimiento de una temporada de hambre o de un fenómeno letal para la supervivencia de sus modos de vida. El vuelo de un mosquito es una alerta para el ojo avizor que entiende su relación con la llegada de la temporada de malaria: ese es el papel de la ciencia moderna en la tradición occidental, derivada del método socrático de caminar conversando sistémicamente acerca del mundo, algo que tratamos de hacer mediante la vida académica de las universidades y centros de investigación, aunque hoy la investigación se ha ideologizado tanto que cae a veces en la virtualidad y la pérdida total de relevancia. 
 
Pero vuelvo a la historia central: estamos percibiendo y documentando cambios lentos y persistentes de los conjuntos de especies con las cuales compartimos el mundo, y que, desde la ciudad no vemos. La burbuja ecológica urbana parece tener el poder de diseñar y controlar sus propias comunidades de plantas, animales y microorganismos, y ojalá con ello, de aprender a hacerlas parte de su sostenibilidad. Pero en las áreas rurales prosperan procesos de invasión biológica que, en su conjunto, representan varias epidemias simultaneas con diversos grados de peligrosidad: las enfermedades ecológicas, derivadas de la reproducción incontrolada de especies nativas o introducidas, que actúan con mayor o menor letalidad. Algunas apenas como virus gripales, otras como papilomas, unas requiriendo reposo, otras antibiótico o cirugía.
 
Plantas ornamentales como el “ojo de poeta” se expanden masívamente por encima de las copas de los bosques colombianos, bloqueando su fotosíntesis, las deliciosas truchas pululan depredando la vida ecuatorial de nuestros ríos de alta montaña, tal como el caracol africano o el pez león. En algunos casos, las especies que se comportan invasívamente sustituyen completamente la heterogeneidad de especies locales, con una pérdida neta de información genética en el territorio y efectos desconocidos en el flujo de servicios ecosistémicos. El kikuyo africano reina hoy en la tierra fría, el pasto “oloroso” en la templada, y ya son más colombianos que nadie. Una de las peores amenazas a la biodiversidad son los perros y gatos feraces; nuestros mejores compañeros se convierten en gravísimas enfermedades ecológicas que depredan y reorganizan el territorio a su favor (y que nuestra sensibilidad impide controlar). Vacas, cerdos y pollos fueron introducidos desde Africa y Asia, y en 500 años se hicieron parte del ecosistema, y como el estreptococo dorado que convive en nuestra garganta, se convierten en enfermedades si colonizan el sitio equivocado del territorio: el cuerpo también tiene su ordenamiento territorial…
 
En conjunto, el mundo y el país experimentan grandes transiciones biológicas de las que poco hablamos, y que ponen en jaque modos de vida y expectativas futuras, desnudando nuestro analfabestismo ecológico, que ya no parece disponer del sencillo recurso del monitoreo y la conversación cotidiana como mecanismo de control. Otra pata de la insostenibilidad.

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