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Analistas 10/02/2014

Biocomercio Colombia

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Hace 20 años, la UNCTAD, Organización de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (en inglés la sigla), inició la promoción de actividades de fortalecimiento de “mercados verdes” en el mundo, es decir, actividades comerciales basadas en el buen uso de la biodiversidad, o actividades comerciales que producían efectos positivos en la biodiversidad. A partir de entonces diferentes iniciativas de lo que se acabó denominando “biocomercio” han venido ganando espacio dentro de los esquemas de mercadeo en todas las escalas, pero, curiosamente, sin llegar a constituir un sector completo, siquiera interesante, de la actividad comercial colombiana. ¿Qué le falta al biocomercio para serlo, qué le sobra?

Hasta hace pocos años, el asaí, delicioso fruto de una palma amazónica que crece en grandes rodales homogeneos, era profusa pero exclusivamente consumido por los pueblos indígenas en toda la región. Hoy día se encuentra en decenas de preparaciones en todos los supermercados de Brasil y Estados Unidos, pero en Colombia nadie la conoce, a pesar de su abundancia, buen sabor y bondades nutricionales. Para considerar el caso del asaí un éxito del biocomercio, sin embargo, no basta con evidenciar su penetración en los mercados: es necesario verificar y certificar las sostenibilidad de las prácticas tecnológicas con las cuales se extrae y procesa, así como la equidad en la distribución de beneficios de toda la cadena comercial, algo que sigue siendo el talón de Aquiles de las innovaciones mercantiles y que genera mucha desconfianza entre el público a la hora de verificar otras formas de hacer negocios. Dudamos, por esos motivos, del efecto transformador de las malas prácticas extractivistas del pasado, que siguen destruyendo valiosísimos recursos como las maderas finas (pese al “pacto por la madera legal”, positivo), los peces ornamentales (todos clonados ilegalmente en otros países), las orquídeas, bromelias y anturios silvestres (palmas y cícadas por igual), y por supuesto, todas las especies de fauna silvestre que configuran el tráfico deplorable de mascotas. 

Esta evidencia, sin embargo, no debe hacernos desistir de la idea original de construir ese sector de la economía que entienda la biodiversidad también como patrimonio y las posibilidades de desarrollo del mismo, en conjunto con políticas de innovación aguerridas, mayor ejercicio de la autoridad ambiental y el fomento de instrumentos ya reconocidos como las certificaciones, las denominaciones de origen y las evaluaciones empíricas de sostenibilidad. Estas últimas van mucho más allá de lo que tradicionalmente se utilizaba como criterio para definir el potencial real del biocomercio para generar beneficios a la biodiversidad y las comunidades que la transforman, e incluyen aspectos como la valoración integral de la huella ecológica (hídrica, de carbono) de la actividad, la distribución equitativa de beneficios, que ahora regula el Protocolo de Nagoya del Convenio de Diversidad Biológica, y todos los aspectos de propiedad asociados con la prevención de la apropiación unilateral del patrimonio, como han buscado hacer ciertas empresas ene l tema de las semillas.

Es necesario pasar de la venta de esos terribles cucarrones embebidos en resina transparente de los almacenes de souvenirs a la gestión del intercambio de recursos genéticos con criterios de seguridad nacional, a revisar la publicidad engañosa de muchos productores que quieren aprovechar la onda ecológica para hacer su agosto (por ejemplo, asumiendo que la producción orgánica es equivalente a ecosistémicamente apropiada), y a promover el uso de productos autóctonos con valor agregado cultural, como lo ha hecho la empresa de cosméticos Natura en Brasil. Sin embargo, el potencial del biocomercio tal vez radique más en su potencial para resolver temas de desarrollo rural con criterios ecológicos de fondo y para la consolidación de procesos de paz, más que encarnar el mito del Oro Verde…

El comercio globalizado y sus tratados son indudablemente una amenaza para la biodiversidad y las comunidades que hacen uso de ella, a menos que entendamos que hay que fortalecerlo a partir del fomento de lo propio, no para beneficio exclusivo del intermediario, sino de todos los que participan de la cadena productiva; crear reglas claras y estrictas de reinversión en procesos sociales de conservación en todos los niveles, es decir, meterle ecología y equidad a la economía. Bienvenida por ello la iniciativa de constituir una organización como Biocomercio Colombia, un consorcio que plantea un enfoque integrado y responsable para promover las actividades de aprovechamiento de la biodiversidad colombiana con base en los aprendizajes de estos últimos 20 años. Queda pendiente la asignatura para el Estado…

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