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Analistas 06/05/2022

La carne recreativa

Andrés Caro
Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale

Mi último pedazo de carne fue hace casi cinco años. Había estado preguntándome si estaba bien comer animales. Dejé de hacerlo porque se me hizo insoportable pensar que un animal había sufrido para que yo me comiera una hamburguesa o un arroz con pollo. Con Carolina Sanín, había leído en la universidad los cuentos y las fábulas que tradujo Alfonso X en sus talleres de Toledo. Leí el Calila e Dimna, en el que dos zorros hablan entre ellos y se cuentan cuentos y chismes sobre la corte del rey, un león. Como en el libro de Job, estos libros invitaban a preguntarles a las “bestias” y a las “aves de los cielos” y a “los peces del mar” para encontrar respuestas.

La Corte declaró inconstitucional la pesca deportiva. Su argumento es que el Estado tiene un deber de protección de los recursos naturales y que hay un deber de precaución que hace que, “si bien no existe consenso acerca de si los peces son seres sintientes, lo cierto es que en virtud del principio de precaución, de acuerdo con el cual, aun en ausencia de certeza científica en torno a un daño o su magnitud, cuando existen elementos que preliminarmente permiten evidenciar el riesgo de que se produzca un daño al ambiente, del que hacen parte los animales (…) [resulta] necesaria la intervención del Estado a efectos de evitar la degradación del medio ambiente”. Es difícil que haya un argumento más chimbo que este para prohibir algo (pero la creatividad de la Corte siempre nos podrá sorprender).

En primer lugar, el principio de precaución sirve para proteger el medio ambiente ante posibles amenazas ambientales. Los animales son tan parte del ambiente como los humanos y las matas. Uno no diría que un asesinato es un daño al medio ambiente. Tampoco matar a un perro o pescar a un pez en particular. Sí sería un daño al medio ambiente, en cambio, la pesca industrial que puede quebrar equilibrios ecológicos, o quizás desviar un río para cultivar o para hacer minería.

En segundo lugar, los peces sienten y sufren, como ha sido bien demostrado. Si bien no sufren la misma clase de dolor que sufren los mamíferos –pues no tienen las mismas estructuras biológicas– su sistema nervioso, mucho más simple que el nuestro, permite que sientan algo parecido al dolor. Tanto sienten, que, en experimentos en los que les han inyectado inductores de dolor, los peces se han arriesgado a nadar a partes de los acuarios en los que hay analgésicos. El dolor, sin embargo, no hace parte del principio de precaución, pues, si lo hiciera, lo expandiría hasta desnaturalizarlo (¿podemos imaginarnos un mamífero que pueda sentir dolor, digamos, después de un número determinable de semanas de concepción?).

La Corte se arriesga al considerar que lo “recreativo” es objeto de especial sospecha constitucional. Esto, necesariamente, tiene que hacer que nos preguntemos por nuestras propias elecciones, especialmente las alimenticias, que causan dolor. Se sabe que los humanos necesitamos comer proteínas y que los animales son una fuente de estas. Pero sabemos que la dieta normal en países en vías de desarrollo contiene muchas más proteínas de origen animal que las se necesitan. ¿Qué es el resto de este consumo no-nutricional sino consumo recreativo de proteínas animales? Si la Corte va a decidir que lo recreacional es menos legítimo que lo nutritivo va a llegar a prohibir que la gente coma carne más de una vez cada quince días, por ejemplo. Las posibilidades de prohibición son casi infinitas, y eso debería hacernos sospechar antes que celebrar: ¿en verdad queremos que nuestro progreso moral se dé a partir de decisiones chambonas, y no de educación o de persuasión democrática? ¿En verdad queremos cambiar y que cambien nuestros amigos y vecinos a punta de prohibiciones?

La Corte les ha dado la vuelta a los argumentos progresistas y que deben darse en un debate público. Los que más me convencen, por ejemplo, dicen que es preferible no comer animales, ni pescarlos, ni torear con ellos, no porque lo recreativo sea esencialmente malo, sino porque el sufrimiento de los animales sí lo es, incluso cuando se balancea con intereses humanos. Usándolos mal, la Corte ha llegado a un resultado equivocado en términos morales (desconociendo el dolor) y en términos constitucionales (expandiendo con desmesura sus prohibiciones).

Estoy convencido de que la relación de los humanos con los animales es vergonzosa. Pero esta decisión descubre contradicciones y peligros: la Corte extiende sus poderes para prohibir, de forma iliberal, prácticas que, comparadas con lo que pasa en el mundo, son insignificantes por su magnitud, y se arriesga creando precedentes conservadores sobre otros asuntos.

Una vez más, la Corte confunde la supremacía constitucional con superioridad moral.

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