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Analistas 30/04/2021

100 días

Andrés Caro
Candidato a doctor en derecho por la Universidad de Yale

Joe Biden quiere ser uno de los mejores presidentes que ha tenido EE.UU.: su vanidad, visible en los videos de los años 80, en su manejo espantoso y machista de las audiencias de confirmación de Clarence Thomas, acusado de acoso sexual, para la Corte Suprema, en sus campañas frustradas para ser presidente, se ha transformado en una ambición tranquila y domada por las muertes de dos de sus hijos y de su primera esposa, y construida en una carrera pública de 50 años. El senador más joven en 1973 es el presidente más viejo en 2021.

Biden ha logrado aprender y ha logrado cambiarse a sí mismo, su visión del mundo y sus posiciones políticas. De ser un demócrata centrista, de esos que después le compraron el programa a Ronald Reagan y que, bajo Clinton, expandieron el sistema penitenciario afectando principalmente a jóvenes afroamericanos y a sus familias, o que apoyaron la invasión a Iraq tras el 11 de septiembre, Biden pasó a ser el vicepresidente de Obama.

Obama fue un presidente práctico y, aunque usó su capital político en el estímulo económico que acabó la recesión de 2008 y en la reforma al régimen de salud, fue bastante tímido a la hora de usar su poder, constreñido por los republicanos del Congreso, para afrontar asuntos internos (desigualdad, poder monopolístico) y globales (cambio climático, Siria, aumento del poder de China y de Rusia).

En estos primeros meses de administración, Biden ha acelerado la vacunación, ha prometido una histórica disminución de emisiones de carbono para 2030, y aprobó un estímulo que se propone transformar la economía estadounidense, sacar de la pobreza a la mitad de los niños pobres, afrontar el cambio climático y preparar al país para competir con China. Todos estos son éxitos de Biden, de los líderes demócratas en el Congreso y de su equipo de política interna, liderado por la secretaria del Tesoro (Ministra de Hacienda) Janet Yellen y por Ron Klain (el “súper-Ministro”, como le diríamos aquí).

El reinicio de las negociaciones con Irán, el reingreso a la OMS y al Acuerdo de París son importantes. También es importante el reconocimiento de que el genocidio armenio existió. Menos afortunado es el anuncio de que EE.UU. va a abandonar Afganistán el 11 de septiembre. El hecho de que la invasión haya sido en primer lugar un error no hace que EE.UU. se deba ir así. El 12 de septiembre los talibanes se tomarán Kabul y EE.UU. va a tener que negociar con ellos. EE.UU. llegó, rompió todo y ahora se va, y le va a dejar el reguero al grupo al que prometió acabar hace 20 años. Aquí, la historia no puede ser más clara: el abandono de EE.UU. y la caída de Saigón significaron la victoria de los comunistas en Vietnam. Ojalá Biden haya aprendido que a veces, la mejor forma de cambiar de régimen no es yéndose, sino negociando con los enemigos. Más escandaloso es el silencio de Biden y de Blinken frente a los derechos humanos en Arabia Saudita. Por mantener contento a un aliado, al príncipe Mohammed bin Salman, Biden ha decidido no condenar una violencia por la que sí critica a Rusia y a China, con quienes definitivamente tendrá que sentarse a hablar sobre cambio climático, OTAN, Taiwán y Ucrania, ciberseguridad, armas nucleares, y, sí, sobre Venezuela.

No conocemos cuál va a ser la “Doctrina Biden”. Tampoco sabemos cuál va a ser la política de Biden frente a Venezuela. Ese silencio se siente, casi, como un abandono de Colombia a su suerte. Esperemos que esto cambie y que la ambición que Biden ha mostrado en estos 100 días para organizar la casa, y su capacidad de aprender de la experiencia, se traduzcan en una política internacional más asertiva respecto a los intereses hemisféricos y a los derechos humanos. De esta doctrina depende la estabilidad de la región y el legado de Biden.

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