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Toda democracia garantiza el derecho a la protesta, pero cuando se torna crónica y atenta contra la salud económica debe ser reglamentada para evitar la involución
Las cifras hablan por sí solas: el presidente Iván Duque lleva 533 días al frente de la Casa de Nariño y ha tenido que enfrentar 258 protestas sociales entre paros, huelgas, marchas, cacerolazos, etc. Las pérdidas en cada jornada superan los $150.000 millones -según números de Fenalco- al sumar todos los traumatismos económicos en las diferentes capitales y poblaciones que se unen a las convocatorias.
Los comerciantes hacen esos cálculos con base en las ventas de la temporada navideña; pero otros cálculos, basados en estimaciones de Anif, son más conservadoras y calculan las pérdidas diarias en $19.000 millones a partir de los daños colaterales de los 13 grandes paros desde 2012, que en conjunto han costado $9,56 billones y que han sumado 480 días.
Por donde se mire, la cifra de pérdidas es enorme para una economía que debe crecer a tasas superiores de 5% para generar más empleos formales que permita bajar los desocupados de los 2,5 millones de personas que calcula el Dane. Un reto muy difícil de conseguir si los aires de protesta social se mantienen en pie de lucha y de destrucción de lo poco que se ha avanzado en términos de desarrollo.
Toda la banca multilateral y los diferentes departamentos de investigaciones económicas del sistema financiero estiman que la economía colombiana crecerá durante 2020 un porcentaje superior a 3,3% en promedio, número que la pone al frente del listado de mayores crecimientos.
Los pilares de ese repunte económico siguen siendo los mismos, las industrias extractivas, los nuevos aires de la construcción y el consumo de las familias, pero si las marchas se tornan crónicas o se vuelven paisaje en cada una de las ciudades del país, el consumo no se reactivará ni ayudará a que el PIB local sea el líder regional.
Ninguna economía puede resistir el síndrome de la incertidumbre que se siembra con cada marcha, pues todo se detiene por miedo a nuevas inversiones y a la desesperanza de los consumidores.
Las marchas sociales que recorren varios países son necesarias para acelerar reformas económicas pendientes y como un mecanismo de presión para trabajar en contra de flagelos como la corrupción con dineros públicos, pero si se tornan insaciables y son utilizadas por los políticos populistas, rápidamente se vuelven en focos de involución económica.
Colombia no puede olvidar que las guerras civiles de finales del siglo XIX y comienzos del XX llevaron a la destrucción y al olvido por falta de mantenimiento de los ferrocarriles nacionales, ni mucho menos que el tranvía capitalino fue destruido durante el “bogotazo” por hordas de vándalos utilizados por los partidos políticos en confrontación. Ahora sucede lo mismo con la destrucción irracional de las estaciones de Transmilenio en Bogotá y el Mío en Cali, bases del transporte público que los mismos protestantes o sus familiares deben utilizar.
El Gobierno ha facilitado los diálogos con las centrales obreras y los colectivos de estudiantes, entre otros actores de las protestas, pero hay que poner los puntos sobre las “íes”, porque quienes traumatizan las ciudades siguen siendo una minoría que quiere imponer su ley sobre la inmensa mayoría que mira silente cómo unos pocos quieren cambiar a través del miedo y la violencia las cosas. Ya está bien de marchas; hay una mesa de trabajo que debe dar resultados, entre tanto, el país debe seguir por la senda del desarrollo.
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