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Analistas 01/03/2013

¡Medellín, dejá la bobada!

Analista LR
La República Más
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Tremendo escándalo se suscitó la semana pasada con una foto de Medellín colgada en Instagram por Rocco Ritchie, el hijo de 12 años de Madonna, en la cual puso estas palabras: “Centro de la cocaína en Colombia”.

 
Por varios días los twitters no cesaron, hubo debates en la radio, el asunto fue tema de varias columnas, y muchas voces clamaron por una disculpa inmediata de Madonna, a quien la ciudad acogió como su huésped más ilustre en 2012. Inclusive en un blog se afirmó que para próximos conciertos deberían incluirse cláusulas que impongan multas a quien haga un comentario lesivo contra Medellín.
 
Una polémica sobredimensionada, aldeana, incluso ridícula, sin duda, casi tanto como los comentarios mala leche que se dejaron venir desde otros lugares del territorio nacional con frases como “de qué se sorprenden, paisas, si es verdad”, para reeditar una vez más esa eterna controversia de las hegemonías regionales y las distintas miradas de país que tenemos en Colombia.
 
La histeria en las reacciones no ha dejado ponderar las cosas como son: el comentario proviene de un niño de 12 años, y es una voz cualquiera sin representatividad ni trascendencia; en rigor, la preocupada debería ser Madonna porque una criatura tan pequeña se haya interesado justamente en el tema de la droga y no en otros mil posibles de su viaje a Medellín (proclamada ayer como la ciudad más innovadora del mundo, por demás). Algo debe andar mal en la formación del muchachito.
 
No sé si el alcalde Aníbal Gaviria se pronunció sobre la foto de Rocco; esperaría que no. Eso le restaría dignidad y lo haría ver más parroquial de lo que ya lo vimos encabezando los dos conciertos de Madonna de noviembre como un tema público, como un asunto de Estado, como una oportunidad feliz para recuperar la buena imagen de la urbe.
 
La buena imagen: ahí está todo el meollo de este asunto. Los colombianos en general vivimos muy preocupados, en realidad angustiados, de lo que los demás piensen de nosotros. El año pasado hubo otro ejemplo aún más flagrante de esta profunda inseguridad sobre lo que somos como pueblo. Un grupo de escoltas de Barack Obama decidió irse de juerga en Cartagena, con prostitutas incluidas. La noticia le dio la vuelta al mundo por las implicaciones para la seguridad del Presidente, y también por el tufillo moral de todo el episodio, algo que siempre vende bien.
 
Aquello pudo ocurrir en cualquier parte, pero, lejos de asumirlo como lo que fue: una juerga que dejó mal parada a la inteligencia gringa y a esa doble moral anglosajona que hace que Tiger Woods pida perdón públicamente por unos cachos a su esposa, los colombianos nos angustiamos porque el mundo iba a pensar que Cartagena es un paraíso del sexo y la prostitución. Entonces, en un ridículo aún más grande que el de la semana pasada en Medellín, la propia Canciller salió presurosa a aclarar a la comunidad internacional que Cartagena no es así. Explicación no pedida…
 
Nueva York es una ciudad llena de ratas, de hampa y de demencia. Bangkok es un paraíso de la heroína y el hashis. Amsterdam exhibe en vitrinas a sus meretrices y los turistas vamos a verlas como un destino más de la ciudad. A esos tres sitios les importa un pito lo que se piense de ellos; son lo que son, lo asumen y consiguen que el resto vayamos a dejarles nuestros dólares allá.
 
Los colombianos, en cambio, vivimos entrampados en una convulsiva preocupación por nuestra imagen exterior. La droga nos hizo ese enorme daño, y los gobernantes lo agudizaron aún más al hacernos pensar con una lógica ajena, con una ética deformada y absurda. El problema del tráfico de drogas es un asunto de oferta y de demanda y de una larga cadena de producción y distribución. Los eslabones más perversos son los que nos corresponden a nosotros porque implican una depredación ecológica enorme, una presión por la tierra que solo ha generado muchas formas de violencia, y unos rangos de utilidad muy pequeños comparados con las cifras astronómicas de los dealers en Miami o Nueva York. A cambio de eso, nos quedamos además con la zozobra institucional, con el poder corruptor del narcotráfico, con los muertos y la guerra.
 
Hay cosas de Colombia en la última semana que me producen más vergüenza que la cocaína o las prostitutas. Y no me producen vergüenza ante el mundo sino en mi propia intimidad: tener un Procurador que muestra en su historial la quema de libros y que abraza la discriminación como un derecho, o contar con un abogado que nos defiende ante la OEA negando sin sonrojos los desaparecidos del Palacio de Justicia.
 
Algo debe andar mal en nuestra psiquis colectiva para que un huevoncito de 12 años nos ponga a dudar de lo que somos, de lo que hemos conseguido y de lo que hemos padecido por cuenta de los vicios de los ricos.
 

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