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En Colombia se habla mucho de derechos. Fuera de los obvios, como la vida y la libertad, se habla de derechos como la salud, la educación, el medio ambiente, el trabajo, la vivienda, el agua potable y hasta de cuanta cosa se ocurra.
Además del constante discurso político reivindicatorio, el activismo judicial para lograr su protección es inmenso, sin duda superior al de cualquier otro país de la región. La acción de tutela colombiana, por ejemplo, tiene que ser uno de los mecanismos de garantísmo constitucional más omnímodos del planeta, tanto así que su uso y abuso prácticamente han suplantado los medios ordinarios de defensa judicial.
Sin embargo, hay un derecho que es reconocido internacionalmente como fundamental y del cual muy poco se habla en Colombia: el derecho a la propiedad individual, es decir a la propiedad privada.
La razón, quizás, es que el discurso sobre los derechos se convirtió en el patrimonio político de la izquierda, que se siente muy cómoda repartiendo derechos como si fueran pandebonos, pero es tímida cuando se habla de este derecho fundamental, que no parece encajar adecuadamente en su paradigma ideológico.
Por eso no sobra recordar que el derecho a la propiedad individual está expresamente consagrado en el artículo 17 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, algo que mortificó sin límite a la Unión Soviética y a sus satélites, quienes se negaron a firmarla, entre otras, por considerarla una afrenta al socialismo.
La ironía del asunto es que el derecho de propiedad parecería que está bien defenderlo cuando se trata de campesinos desplazados violentamente de sus parcelas por paramilitares o guerrilleros. En estos casos se han llegado inclusive a anular registros de tierras por la solo sospecha de que se trata de simulaciones o actos realizados con algún vicio del consentimiento.
En cambio, cuando el titular de la propiedad no es una persona natural sino una sociedad mercantil que desarrolla, por ejemplo, una actividad agroindustrial, ocurre todo lo contrario: casi se presume que la propiedad es espuria por naturaleza, así no hubiese discusión alguna sobre los títulos.
Un reciente “estudio” de la Corporación Cactus, una ONG de izquierda, se fue tan lejos como sugerir que las empresas cultivadoras de flores en la Sabana de Bogotá habían “desposeído” a los campesinos de sus tierras causando un inminente peligro a la seguridad alimentaria de la capital. Basura completa, por supuesto, entre otras cosas porque la tradición y titulación de las tierras es tal vez la más clara del país.
Mas preocupante aún es la invasión de fincas que nuevamente han emprendido los indígenas en el departamento del Cauca, esta vez sobre predios cañeros de los ingenios Manuelita y Mayagüez. Según una nota de prensa sobre el tema, “el secretario de Gobierno del Cauca, Amarildo Correa, dijo que la pretensión de los aborígenes es la liberación de la madre tierra”.
Una floja justificación para robarles a sus legítimos propietarios miles de hectáreas de tierras poseídas con justo título; que además se explotan de manera competitiva y eficiente, generando desarrollo, empleo y bienestar para los habitantes de la zona.
El estado de derecho implica que la ley se aplica a todos los ciudadanos colombianos sin distinción. Sean socios del Club Colombia, comerciantes de Santander de Quilichao, braceros afro de los cultivos de caña o indígenas paeces. Así como hay que restituirle la tierra a los campesinos expropiados de facto por los grupos ilegales también hay que evitar que las movilizaciones sociales utilicen vías de hecho para usurpar tierras legalmente adquiridas. De lo contrario no habría diferencia entre los matones de ‘Jorge 40’ y la guardia indígena del cabildo de Corinto.
Los avances constitucionales de las últimas décadas no pueden significar que hayamos pasado de la justicia solamente para los de ruana a la justicia solamente para los de corbata.