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Hace unas semanas el historiador Enrique Santos Molano, en un lamento por la derrota electoral de la izquierda bogotana, escribió una pasional columna donde, palabras más, palabras menos, acusa a los capitalinos de “estúpidos” por tener la osadía de rechazar las bondades del socialismo del siglo XXI versión Petro.
Al final de la diatriba, el historiador plantea un colofón: “a meditar, entonces, en la estupidez ajena, no en la propia...Y pensando en la estupidez colectiva, me brota una última y requetestúpida pregunta: ¿cometerán los argentinos la boluda estupidez de elegir presidente a Mauricio Macri? En unos días lo sabremos”.
Bueno, ya lo sabemos. Ganó Macri. Por poco, pero ganó. Y la victoria del opositor argentino tiene con los pelos de punta a todo el universo izquierdista de América Latina. Aunque, en realidad no deberían estar aterrados.
Las democracias modernas son pendulares, se mueven de un lado a otro del espectro político, entre la derecha y la izquierda moderadas. O como dirían los ingleses, quienes se la inventaron, la democracia moderna implica, en últimas, el derecho, a “botar a los granujas” que gobiernan y reemplazarlos por otros.
Sin embargo, la izquierda latinoamericana, embebida de marxismo-leninismo desde su gestación, no lo ve así. El materialismo histórico que la inspira le genera la convicción, falsa por supuesto, de que las contradicciones internas del capitalismo exacerbarán la lucha de clases y que la revolución social será inevitable. La vanguardia proletaria, que son ellos, tiene el deber de conducir a las masas al paraíso socialista que, por su naturaleza histórica, será inevitable e indestructible.
Mejor dicho, en el presupuesto electoral de la izquierda latinoamericana no está perder. Por eso cuando pierden, porque esa es la democracia moderna, no lo pueden creer o simplemente no lo aceptan. La derrota siempre es culpa de alguien más. De los medios, de la oligarquía, del imperio, de la matriz de opinión, de los hombres, como decía Clara, o como lo afirma Santos Molano, la culpa es de los votantes, son unos “estúpidos” que no saben lo que es bueno para ellos.
El proyecto de la izquierda latinoamericana impulsado inicialmente por el Foro de Sao Paulo y materializado por Chávez a finales de los 90, se creció exponencialmente con los Kirchners, Lula, Correa, Evo y Ortega, hasta que en un momento cerca a 2009, contaba también con Honduras, Paraguay y buena parte del Caribe. Y, además, que no se olvide, con petróleo a US$140 por barril.
Esto posibilitó financiar políticas de populismo extremo arropadas bajo el pretexto de que se trataba de programas de la más obvia justicia social. El estado de bienestar en esteroides que se montó en algunos de estos países, notablemente Venezuela y Argentina, fue muy efectivo para ganar elecciones. Sin embargo, aún en los casos más benevolentes, como en Brasil, el neopopulismo barrió bajo el tapete la necesidad de realizar ajustes estructurales a unas economías plagadas de ineficiencias y distorsiones.
Para no mencionar la corrupción rampante que el modelo cuasi estatista trae consigo, el desestímulo de la inversión privada y la parasitación de una buena parte de la población que se vuelve dependiente de los programas sociales.
Como era de esperarse, el modelo se desplomó cuando vino la destorcida del ciclo económico mundial durante 2014. Y, como en la conocida frase de Warren Buffet, cuando el río baja se sabe quién está nadando empeloto. Para este año, la economía brasilera se contraerá 3%; la venezolana, 10%, y la Argentina, ni idea, porque hace años dejó de publicar estadísticas. Dilma está contra las cuerdas, Correa no se presentará a la reelección, Macri, ya dijimos acabó con la era K y el 6D sabremos si la dictadura venezolana se quita la mascara o si, por el contrario, tiene la vergüenza de aceptar su fracaso.
Este será el comienzo del fin del socialismo del siglo XXI, derrotado como empezó, por los votantes, que podrán ser todo lo que se quiera, menos estúpidos.