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ANALISTAS

Dr. Hernández, una cita al amanecer

domingo, 26 de enero de 2014
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Distinguía al Dr. Hernández tanto como podría esperarse que reconociera a alguien con quien había heredado un vínculo empresarial con dos generaciones de distancia y viviendo lejos de Medellín, pero surgía un lazo extra, la amistad con mis padres, que hacía coincidir a los hijos mutuos y nos dejaba conocer fuera de los estereotipos de los Capuletos y los Montescos.

Hace cuatro años y medio me invitó a acompañar a Juan Carlos, su hijo, a trabajar en un sueño llamado La República. “Ayúdele a Juan”, me dijo.

Y desde entonces hay anécdotas que me acercaron al hombre al que le pedía consejo mientras lo miraba allá, alto, esperando sus palabras concretas, en una voz grave, que asustaban antes de caer en la dulzura.

Cuando hicimos el prototipo final para el cambio del diario La República entramos a su oficina Fernando Quijano, Juan Carlos Hernández y yo para presentarle la idea.

La miró en su escritorio en Bogotá, página por página, de arriba a abajo, callado. Finalmente afirmó: “no me gusta (silencio) pero adelante muchachos, el mundo es de los jóvenes”.

Mi asombro fue absoluto, este hombre nos estaba confiando su empresa desde uno de sus grandes atributos: creer en la gente, pujanza y apertura al cambio.

En otra de esas tardes en el mismo despacho, al que pocas veces entraba, por respetarle su espacio, presencié un acto suyo de generosidad con alguien. Cuando esa persona salió me dijo: “Marthica, yo no siempre fui tan bueno”.

Ese día me di cuenta que tenía el privilegio de estar ante un hombre que persistía en la búsqueda del ser y hacer, desde la justicia y la verdad, su realidad de vida.

Nadie, nadie es ciento por ciento bueno o malo, pero por absoluta que sea esta afirmación son contadas las personas que tienen el valor y la grandeza para reconocerlo.

Yo tenía que aprender de ese hombre que entraba en una etapa de la vida donde la perspectiva ilumina el afecto y el criterio.

El espíritu de renovación fue impregnando la casa editorial y el cambio arribó también a El Colombiano. Llegaba el centenario. Teníamos 99 años de experiencia y muchos sueños con un futuro.

Una cosa llevó a la otra y después de numerosas pruebas la Junta Directiva me nombró en la Dirección.

Para mi fortuna ya no me daba pena entrar en su oficina, allí le escuché sus llamadas de atención, sus consejos, su visión de futuro, preguntas como ¿está feliz? E incluso, en mi oficina, le escuché ofrecer una disculpa.

Jorge Hernández y Juan Gómez volvieron desde entonces con frecuencia a El Colombiano, era una escena privilegiada verlos bajar juntos las escalas para saludar a todos en la Redacción y entrar a la reunión de las 10 para hablar del país. “Hombre, ayudemos”, decían en resonancia mientras guardaban señorial silencio en sus diferencias históricas. Estos dos hombres han sido mis pilares en esta casa, desde su sabiduría, compromiso y generosidad.

Yo no conocí a Jorge Hernández el ingeniero, ni el nadador, ni el gerente, ni el político... Yo conocí al hombre que estaba cerrando su vida, cosechando los frutos de su regreso a El Colombiano, la renovación de La República,  el orgullo por los primeros alumnos graduados de La Pintada, disfrutando los triunfos de sus nietas... Yo conocí al mentor.

Hace un par de meses le hice ver que no estaba viniendo y nos hacía falta, prometió intentarlo pero en la puerta me dijo: “mujer, estoy cansado”.

Cumplió su promesa y bajó por última vez -sin saberlo- al día siguiente. Por eso cuando Monseñor Tobón afirmó durante la ceremonia religiosa de despedida en la Catedral Metropolitana de Medellín, que el sol se oculta para aparecer en un nuevo lugar, me da ilusión, porque a mí me faltó tiempo.

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