Durante la semana pasada, dos noticias internacionales revelaron posturas enfrentadas respecto al deber ser de la política cambiaria. Mientras los ministros de finanzas de las veinte economías más poderosas del planeta anunciaban que se abstendrían de implementar devaluaciones que pudieran conducir a una eventual guerra de divisas, la Venezuela chavista implementaba una contundente pérdida del valor de su moneda del orden del 47% de su precio frente al dólar. Estas dos visiones sobre el manejo cambiario permiten hacer reflexiones de política relevantes en el contexto colombiano.
Lo primero que cabe mencionar es que, en medio de un mundo coyunturalmente gobernado por intervenciones cambiarias, el anuncio del G20 parece ser un cambio de dirección en términos de política. Este comunicado refuerza un reciente pronunciamiento de los países miembros del G7, en el que se advierte que la determinación de los tipos de cambio debe dejarse en manos del mercado. La razón de fondo es que las artificiosas devaluaciones de las principales economías del mundo solo traen consigo una réplica de la misma práctica por parte de las demás. De esta forma, una cadena de devaluaciones anularía los ilusorios efectos expansivos, dejando a su paso indeseables volatilidades financieras sin ganancias palpables sobre el producto. Por ello, estos anuncios son recibidos como una positiva señal de tranquilidad para el turbulento sistema financiero internacional.
La postura venezolana, por el contrario, tiene la triste e inusual particularidad de dañar a sus socios comerciales y a los mismos venezolanos a la vez. Por una parte, se producirá una corrosiva pérdida de competitividad para países que, como Colombia, encuentran en Venezuela un atractivo mercado para sus exportaciones no mineras. De otro lado, la peligrosa mezcla entre devaluación y subsidios del gobierno, fabrica una distorsión que aumenta los precios relativos de los bienes en el exterior, limitando la importación venezolana de productos de primera necesidad y fomentando el contrabando desde Venezuela hacia sus vecinos. Así, se encarece aún más la canasta familiar en la economía bolivariana al tiempo que se recrudece su profunda crisis de abastecimiento de bienes básicos. Vemos entonces como en la frontera con Colombia se incautan cerca de un millón de huevos, cientos de miles de toneladas de arroz e incluso toneladas de leche en polvo provenientes de Nueva Zelanda y trianguladas vía contrabando que llega al país.
En mi opinión, la postura de los miembros del G20 es correcta y permite una importante reflexión para Colombia. Estos países tienen fuertes desaceleraciones en sus economías, pero reconocen que no debe existir dominancia cambiaria sobre el ejercicio de la política monetaria. En el caso de Colombia, es cierto que existe espacio para estimular la economía a través de nuevas caídas en los tipos de interés, que probablemente ayuden a poner freno a la caída en el precio del dólar. Pero no se deben perder de vista dos cosas: que el precio de la divisa no es responsabilidad única ni objetivo primario de la banca central y que la verdadera competitividad no se construye a través del tipo de cambio. Mientras más lo recordemos, menos desviaremos la atención sobre los debates fundamentales y más nos enfocaremos a construir un aparato productivo de talla mundial, en lugar de una competitividad a la venezolana.