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ANALISTAS

De reformas tributarias estructurales

martes, 22 de marzo de 2016
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Es difícil saber qué se entiende por una reforma tributaria estructural. ¿Basta con que cambie de manera importante los tipos de base tributaria, digamos de renta a consumo? ¿O los esquemas de tasas, alterando los efectos distributivos del sistema de impuestos? ¿Qué monto del recaudo debe verse afectado? ¿Cambios en las reglas de proceso frente a la Dian cuentan? ¿O es cuestión de borrón y cuenta nueva? Bajo cualquier criterio, excepto el borrón y cuenta nueva, la propuesta de la Comisión de Reforma Tributaria sería estructural, pero un caso similar puede argumentarse sobre el agregado de las últimas dos reformas, la de 2012 y la de 2014. Y ahí tenemos lecciones que asimilar.

La reforma de 2012, por ejemplo, cambió la estructura de tributación sobre la renta de las personas naturales: creó el IMAN, que involucra una base alternativa de renta con menos exenciones, y reclasificó drásticamente a los trabajadores independientes. Transformó parte del IVA en impoconsumo. Hizo innovaciones en la fiscalización de las empresas a través de las reglas antiabuso y el tratamiento de paraísos fiscales. Finalmente, trasladó la mayor parte de la base de los aportes de salud, Icbf y Sena de los pagos de nómina formales a las utilidades de las empresas, aumentando la tasa sobre esas utilidades en 9 puntos porcentuales. Esos son cambios importantes en la base o tasa de un cuarto del recaudo tributario, y en el balance de poder entre la Dian y el contribuyente.

La reforma de 2014, más modesta, sustituyó de manera gradual un impuesto cuya base es la riqueza por uno cuya base son de nuevo las utilidades de las empresas: el CREE debería subir otros 8 puntos porcentuales a medida que se abandona el impuesto al patrimonio. El efecto redistributivo de las dos reformas entre sectores productivos fue inmenso, aliviando la generación de empleo y recostándose sobre actividades de alto margen-usualmente intensivas en riesgo.

Los cambios no tocaron todos los aspectos del sistema tributario. La tributación al consumo se mantuvo en su mayoría, no se tocó a las entidades sin ánimo de lucro, el GMF sigue ahí y los impuestos territoriales también. Pero el impacto económico, administrativo y en costos de cumplimiento de las dos reformas fue enorme, y sus efectos colaterales aún no han sido bien digeridos. 

A manera de ilustración, una primera consecuencia fue poner en evidencia la alta carga impositiva sobre las empresas. Al traducir el impuesto al patrimonio a su equivalente en impuesto de renta y CREE, el resultado fue una abrumadora tasa de 42%. Otra consecuencia fue el aumento de cargas sobre el sector extractivo, justo antes de una destorcida que no estaba en las cuentas.

Una tercera consecuencia fue el cambio del perfil de riesgo de nuestra matriz de recaudo. Un recaudo de alrededor de 4% del PIB pasó de estar atado a la nómina y al patrimonio, a fluctuar con las utilidades, que son una base mucho más volátil a lo largo del ciclo económico. Eso explica en parte la caída del recaudo del 15% al 13% del PIB al frenarse la economía.

Ad portas de una nueva (y urgente) reforma tributaria, esta sí oficialmente estructural, conviene recordar que las reformas deben ser reformistas, no revolucionarias. Cada una de las recomendaciones de la Comisión tiene méritos y riesgos, y habrá que afinarlas. Proponen un norte tributario, pero vayamos gradualmente. La tributación no es una ciencia exacta y no tenemos mucho margen de error.

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